jueves, 2 de diciembre de 2010

RAÍCES BÍBLICAS DE LA ACCIÓN ECLESIAL

1. La acción de la Iglesia desde el marco bíblico
a) Posibles caminos para estudiar la relación entre las Escrituras y la acción de la Iglesia
b) La doctrina del “cuádruple sentido” de la Escritura y el papel de la teología pastoral
c) El contexto bíblico de la acción eclesial y de la “teología pastoral”
2. La trilogía “Profeta-Rey-Sacerdote”
a) La trilogía en la Escritura y los Padres de la Iglesia
b) Las tres funciones o “munera” a partir de la época medieval
3. El cuidado de Dios por su Pueblo y la figura del Buen Pastor
a) Dios, Pastor de Israel
b) Jesús, Buen Pastor
4. Jesucristo, Enviado del Padre, y la Iglesia evangelizadora
a) El obrar de Jesús

b) La evangelización, misión de la Iglesia participada de Cristo por medio del Espíritu Santo

c) El establecimiento del Reino, inseparable de Cristo y de la Iglesia


La renovación teológica que preparó el Concilio Vaticano II fue también una renovación bíblica. Estas páginas se preguntan por las raíces bíblicas de la acción de la Iglesia, que la han llevado, junto con la acción siempre fecunda del Espíritu Santo, a la comprensión de su quehacer en la perspectiva del obrar divino. Hoy se ve conveniente redescubrir la vida y la acción de la Trinidad como fundamento constante de la acción eclesial. Este redescubrimiento parece importante a la hora de fundamentar la teología pastoral, entendida como teología de la acción eclesial[1].
Comenzamos aludiendo a la relación entre las Sagradas Escrituras y la acción eclesial, cuyo estudio ofrece diversas posibilidades.
Entre los caminos que pueden tomarse para el análisis de la acción eclesial desde su raíz bíblica se encuentra la trilogía “Profeta-Rey-Sacerdote”. Esta perspectiva, concebida en un sentido simbólico y orientativo más que sistemático, viene dando desde el Vaticano II muestras de su fecundidad teológica, espiritual, y también canónica y pastoral. De ello nos ocupamos en un segundo apartado.
Nuestro tercer apartado se centra en la imagen del “Buen Pastor”, con la que Jesús quiso expresar su acción salvadora, tomando pie de la revelación veterotestamentaria que presentaba a Dios como “pastor” de su Pueblo.
Finalmente afrontamos de modo más general el obrar de Jesús, tal como Él lo comprende, lo realiza y da a participar a los cristianos. La Iglesia nace y actúa con la fuerza de la vida de Cristo participada por medio del Espíritu Santo, y de esa manera es germen e instrumento del Reino.






1. La acción de la Iglesia desde el marco bíblico

Pueden señalarse al menos tres modos de acercarse teológicamente a la relación entre la Biblia y la acción eclesial[2]:
a) El Concilio Vaticano II vio la Escritura como “alma de la teología” (DV 24). Toda reflexión teológica necesita en su origen y desarrollo de la unidad y la dinámica que la Palabra de Dios imprime en la fides quaerens intellectum.
b) La relación entre las Sagradas Escrituras y la teología pastoral puede explorarse de modo más específico analizando cómo presenta la Escritura la acción de la Iglesia o cuáles son los presupuestos de esa acción según la Revelación divina. Es bien sabido que ya en el Antiguo Testamento, el Pueblo de Dios como tal, y no sólo los justos tomados individualmente, estaba llamado a ser la vanguardia de un mundo nuevo en el horizonte de la Alianza.
c) En tercer lugar se plantea la cuestión del “uso” de las Escrituras en la pastoral y en el apostolado de la Iglesia (pastoral bíblica, formación bíblica, etc.), particularmente en la catequesis. El uso de la Biblia en la catequesis debe llevarse a cabo sobre la base de una lectura antropológico-teocéntrica, fiel tanto al texto bíblico como a los hombres en su existencia concreta cultural y eclesial[3].
Interesa aquí sobre todo la segunda perspectiva, como base para la fundamentación de la disciplina teología pastoral. La acción del Pueblo de Dios y, en último término, la misión de la Iglesia se va dibujando como respuesta a la acción de la Trinidad. En último término la “verdad” que enseña la Escritura se ordena al Misterio de la salvación realizado en Cristo[4].
Pero antes de continuar, y sin perjuicio de volver más adelante sobre ellas, cabe referirse a las otras dos perspectivas: la “lectura” de la Biblia y la Escritura como “alma” de toda la teología.
Podría decirse que entre las acciones del creyente que la Escritura valora, destaca la escucha de la Palabra de Dios. Esa escucha se dirige al encuentro personal con Jesús, donde desemboca el anuncio del cumplimento de las promesas del Antiguo Testamento. Por eso la lectura creyente de la Escritura es inseparable de la oración, mediante la cual el Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras, enseña al cristiano, le interpela y conduce al Señor. Al mismo tiempo el Espíritu unifica y vivifica el Pueblo mesiánico (cfr. LG 9), por lo que el texto sagrado ha de ser leído en su integridad y “en la Iglesia” (cfr. 2 Pe 1, 20-21). Ese “contexto” es determinante para configurar, en el cristiano que escucha la Palabra, unas determinadas actitudes: la humildad y la docilidad, la memoria de los dones divinos, la compasión y la obediencia, que son ya disposiciones para la acción del que quiere conducirse y vivir de acuerdo con la voluntad de Dios.
  Entre las actitudes de ese cristiano que desea vivir conforme a cuanto la Palabra de Dios le propone, está la de pensar su fe, de modo que los contenidos en gran medida razonables de esa fe, que nunca pueden ser agotados ni explicados por la sola razón, vayan haciéndose vida e impulsando su acción. Y ello, no sólo como cristiano singular sino también como miembro de la familia de Dios y del Cuerpo (místico) de Cristo, como piedra viva del Templo del Espíritu. De esta manera la Escritura debe constituir en el cristiano, y no sólo en el teólogo académico o profesional, como el “alma” de esa actitud teológica fundamental que le lleva a procurar comprender la fe, para vivir de la fe y propagarla con la vida y la palabra.


a) Posibles caminos para estudiar la relación entre las Escrituras y la acción de la Iglesia
En concreto, los autores que estudian la relación entre las Escrituras y la acción de la Iglesia señalan cinco “vías” para su estudio[5]:
1. La unidad del contenido de la Escritura. La acción de la Iglesia se va comprendiendo a partir del obrar de Dios. Según la Biblia, el obrar divino abarca todos los acontecimientos, tanto los sencillos y cotidianos como los extraordinarios, los visibles y los ocultos, los religiosos y los “profanos”. Dios obra sobre todo en el corazón del hombre. El obrar divino se inserta en un mensaje, cuyo centro es el anuncio de que el Verbo se ha hecho carne y se ha entregado por la salvación de los hombres.
La unidad de la Biblia es un criterio de lectura eclesial (analogía de la fe) junto con la Tradición viva de la Iglesia (cfr. DV 12), porque el Espíritu Santo obra en unidad con el Verbo desde la creación, y esa actividad se intensifica a partir de la Encarnación en la vida de Jesús, de modo que la acción del Espíritu permanece junto con la de Jesús en la Iglesia. El Espíritu es quien inspira la Escritura, unifica y vivifica la Iglesia y también habita en el cristiano, impulsándole a un obrar coherente con su fe.
En buena parte la unidad de contenido de la Escritura está atestiguada por la categoría de la Alianza[6]. En ella se expresa la búsqueda amorosa de Dios por su Pueblo, que culmina en el Misterio de la Pascua de Jesús. Por su comunión con el Misterio pascual, el cristiano queda capacitado para actuar prestando su colaboración a la salvación. El centro y la unidad de la teología neotestamentaria se pueden resumir en el kerygma: el anuncio de la muerte y la resurrección de Jesús[7].
2. La división literaria, teológica y canónica de los libros sagrados. Tanto las divisiones literarias y teológicas –sobre todo la distinción en dos grandes etapas: Antiguo  y Nuevo Testamento, y dentro de cada una de ellas las diversas periodizaciones temáticas[8]‑ como las canónicas –la clasificación del Antiguo Testamento en libros históricos, proféticos y sapienciales‑, conducen a situar la Historia de la salvación[9] en torno al centro del Misterio de Cristo, Palabra definitiva de Dios que trae la luz y la vida al hombre y a la sociedad.
Este carácter salvífico del mensaje cristiano y la centralidad de Cristo en el designio de la Trinidad implican que toda la teología tiene necesariamente una dimensión espiritual y pastoral, que hoy conviene poner de relieve[10].
3. La teología bíblica y la teología de la historia. La unidad fundamental del contenido bíblico no contradice la variedad de interpretaciones ‑temas, conceptos y acontecimientos que se subrayan‑, experiencias y situaciones, así como la diversidad de los personajes que se presentan en los textos. Lo decisivo es el encuentro personal con Dios.
En esa red de interpretaciones van surgiendo algunos principios o constantes que informan el mensaje de la Escritura y perfilan una “fundamental” teología de la historia que contribuye a iluminar el conjunto[11]: la iniciativa de Dios que busca con amor al hombre; la responsabilidad del hombre y su libertad que le sitúa ante la fidelidad a Dios o el pecado; la salvación que se da en una historia con la mediación necesaria de la comunidad; la Palabra de Dios que pide ser encarnada en las realidades humanas por medio de una economía sacramental que comunica el Misterio Pascual a cada persona; la imitación y el seguimiento de Cristo que requieren una pedagogía; el designio divino de salvación que es universal, se realiza por medio de diversas etapas o acontecimientos y tiene una dimensión cósmica (afecta a todo lo creado); el Espíritu Santo que, respetando el ritmo histórico, va esclareciendo la conciencia de los creyentes con el fin de ayudarles a comprender y secundar la voluntad divina[12].
4. El “hombre bíblico”. Es importante asentar las bases de la antropología bíblica, sin la cual no podría comprenderse el obrar de Dios en el hombre con los dinamismos que imprime en orden a la salvación[13].
En la visión bíblica del hombre destaca la iniciativa y el don del amor de Dios. Por parte del hombre transformado por Dios, señala las respuestas de la escucha y la obediencia, la oración y el testimonio. La experiencia creyente se manifiesta como una nueva vida que afecta al corazón (dimensión intelectual y volitiva), las entrañas (dimensión afectiva), la boca (dimensión racional) y las manos (dimensión operativa), y se dirige globalmente al amor.
La relación con Dios instaura unas relaciones nuevas desde el interior del creyente que afectan a todo lo que le rodea. Su ser pleno de “imagen de Dios” radicado en Cristo se expresa en las relaciones con los otros, también en las relaciones entre varón y mujer. Esa fraternidad vivifica y promueve ante todo la edificación de la Iglesia. La libertad de los hijos de Dios caracteriza su papel en la historia y su responsabilidad en el mundo.
5. Las constantes del obrar creyente en el Antiguo Testamento y en las comunidades apostólicas. En la Biblia, la acción del creyente se enfoca, como se va viendo, a partir de la iniciativa de Dios, que quiere instaurar con los hombres un ámbito de intimidad y comunión[14]. En el comienzo del Génesis esa comunión se simboliza en el ralato de la creación del mundo, particularmente del varón y la mujer, y el encargo que se da al hombre de desarrollar el mundo por medio de su trabajo. Con la vocación de Abraham (cap.12) se abre un escenario nuevo caracterizado como un servicio distinto a la humanidad, que traerá consigo una bendición para todos los pueblos de la tierra (v. 3b), y se prolonga con el servicio a la fe de María, Juan el Bautista, los apóstoles y los discípulos.
En la relación entre Dios y Abraham (cfr. Gen, caps. 15 y 17) se vuelven a proponer explicitados los elementos fundamentales que constituirán la Alianza con el Pueblo de Dios: la Palabra, el culto y el servicio a la humanidad (amor efectivo). Esos elementos se perfeccionan con el obrar de Jesús (cfr. Mt 28, 16-20): Jesús se dirige a sus discípulos, que se habían postrado ante Él (vv. 17s), y les da el mandato de “hacer discípulos”, bautizando en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (v. 19), tarea que se completa con un servicio: enseñándoles  a “guardar todo lo que os he mandado” (v. 20)[15]. No se trata sólo de unas tareas que Jesús encarga a los apóstoles, sino que son, al mismo tiempo, signos de Su presencia entre ellos (cfr. Mt 10, 40; 18, 20; 26, 26s; 28, 20)[16], prueba de que Cristo, el Ungido del Padre con el Espíritu, sigue siendo el “agente” principal en la Iglesia. Esas tres tareas fundamentales y significativas –Palabra, culto, servicio‑ aparecen constante e inseparablemente en la vida de todos los cristianos[17], que manifiesta y extiende la comunión con Dios en las demás personas y en el mundo.


b) La doctrina del “cuádruple sentido” de la Escritura y el papel de la teología pastoral
Por otra parte, desde los Padres de la Iglesia y de manera más sistemática en la época medieval, se fue configurando un esquema interpretativo de la Escritura, que está en la raíz de la hermenéutica posterior: la doctrina del “cuádruple sentido”. Aunque no faltan quienes le atribuyen un valor escaso o meramente práctico, de hecho constituyó el criterio para determinar tanto las disciplinas teológicas como las reglas de la predicación. Hoy debe asumirse no mecánicamente –muchos textos de la Escritura carecen de los “cuatro sentidos”‑ sino en su valor conjunto.
El Concilio Vaticano II impulsó a interpretar “la letra” de los textos en unidad con su significado espiritual. Dicho de otra manera, el sentido de los textos sagrados debe situarse en el marco unitario de la Escritura, de la Tradición de la Iglesia y de la analogía de la fe. Es así como la Escritura puede alimentar y renovar continuamente la vida cristiana[18].
En la interpretación de la Escritura, desde Orígenes se distinguen dos sentidos principales, correspondientes a la “letra” y al “espíritu”: el literal o histórico y el espiritual; y dentro del sentido espiritual, el sentido alegórico, el sentido moral y el anagógico (o escatológico)[19] .
No nos detendremos aquí en el sentido literal, significado por los palabras de la Escritura, querido por Dios y expresado por el autor humano inspirado. La exégesis ayuda a descubrirlo teniendo en cuenta el contexto histórico, los géneros literarios, etc. No hay que confundirlo, por tanto, con un “literalismo” fundamentalista.
Aunque no nos corresponde como tal el estudio de la interpretación de la Escritura, sí nos interesa ‑con el fín de esclarecer el papel de la teología pastoral‑ subrayar el sentido espiritual. Éste se descubre por signos, entre los cuales sobresalen las mismas realidades y acontecimientos que recoge el texto sagrado[20]. No hay que confundir el sentido espiritual con interpretaciones subjetivas dictadas por la imaginación o la especulación.
Dentro del sentido espiritual se distinguen tres sentidos o, mejor, aspectos, que no rompen su unidad:
a) El sentido alegórico, que se refiere a la significación de los acontecimientos en el Misterio de Cristo y de la Iglesia. Es la base de la perspectiva tipológica, que desarrollaron los Padres de la Iglesia, y que veía el Antiguo Testamento como sombra del Nuevo Testamento. En el transfondo de la interpretación tipológica de la Escritura está la analogía de la fe, según la cual las verdades de la salvación se corresponden e iluminan entre sí como imágenes y representaciones recíprocas. Un pensamiento simbólico de conjunto tomó cuerpo en la Edad Media, sobre todo en la teología de Hugo de San Victor y de San Buenaventura. Santo Tomás desarrolló la analogía en el ámbito de la inteligibilidad de la fe[21].
b) El sentido moral o tropológico, que remite al significado de esas realidades, en orden al seguimiento de Cristo y al obrar cristiano durante la historia (cfr 1 Co 10, 11; Hb 3- 4, 11). No se trata de una moral puramente humana, sino de la que proviene del dogma o del misterio cristiano. Bajo esta luz, los acontecimientos del Antiguo Testamento pueden interpretarse como reflejo de los procesos interiores del alma, “hija de la Iglesia”[22]. Los “misterios” de Cristo se renuevan en la Iglesia y en cada cristiano. A propósito de este sentido “moral”, cabe subrayar la dimensión eclesial de la vida cristiana, su cotidianidad (abarca todos las realidades del vivir humano “ordinario”), su finalidad (la caridad) y su apertura a la contemplación, de la que al mismo tiempo se alimenta.
Este sentido es el que más interesa a la teología práctica, que estudia precisamente el obrar cristiano, sea en perpectiva moral-espiritual, sea desde el punto de vista eclesial o “pastoral”.
c) Finalmente, el sentido anagógico, a veces llamado escatológico, sitúa ante la contemplación de esas realidades o acontecimientos que aparecen en la Biblia en la perspectiva de la eternidad (cfr. p. ej. Ap. 21, 1-22, 5).
Los tres sentidos (alegórico, moral y anagógico) pueden relacionarse con los tres aspectos del munus de Cristo (Profeta, Rey y Sacerdote), que la Iglesia y el cristiano en ella –y no sólo la Jerarquía‑ participan.
La distinción de estos sentidos y su dinámica unitaria en la Escritura ayuda a comprender cómo la salvación de Dios se realiza en la historia, encuentra en Cristo su cumplimiento, se hace presente en el mundo por medio de la vida cristiana y en el marco de la Iglesia –por medio de todo lo que la Iglesia es, cree y “hace”: en la enseñanza, en el culto y en la vida‑, y se mantiene bajo la esperanza de la plenitud escatológica.
Según la Pontificia Comisión Bíblica, la “lectura espiritual” de la Escritura, hecha en comunidad o individualmente, debe tener en cuenta tres niveles de realidad: el texto bíblico, el Misterio Pascual y las circunstancias presentes de vida en el Espíritu.
Teológicamente hablando, la doctrina del “cuádruple sentido” encuentra una particular riqueza desde una eclesiología sensible a su dimensión pneumatológica o una pneumatología que desarrolle su vertiente eclesiológica. Ambas perspectivas se encuentran actualmente en pleno desarrollo. En efecto, como hemos recordado, es el mismo Espíritu Santo el que inspira la Escritura, une y vivifica la Iglesia en torno a Cristo e inhabita el alma del cristiano. En definitiva, el sentido profundo de la Escritura gira en torno a la edificación del Cuerpo místico de Cristo. El Espíritu Santo es, por eso, el verdadero “intérprete” de la acción eclesial.

c) El contexto bíblico de la acción eclesial y de la “teología pastoral”
Como consecuencia de lo expuesto, el contexto bíblico de la acción de la Iglesia en relación con la “teología pastoral” puede sintetizarse en los puntos siguientes:
- La acción de la Iglesia se prepara desde el Antiguo Testamento y se muestra en su realizarse en el Nuevo Testamento como acción de todo cristiano. Por tanto la comprensión de la “teología pastoral” como reflexión teológica sobre la acción eclesial, se encuentra ya incoada en la Revelación bíblica, que tiene como finalidad promover la comunión con Dios en Cristo.
- Los textos bíblicos, con su marco histórico y su lenguaje, se centran en el diálogo de salvación (llamada de Dios al hombre y respuesta de éste al Amor de Dios), y requieren una interpretación adecuada en la Iglesia. Por otra parte, el diálogo de salvación entre el hombre y Cristo se expresa y realiza en la historia de modos diversos, según las condiciones y circunstancias de las personas.
- La “teología pastoral” encuentra en la Biblia una concepción del hombre (antropología bíblica) en su condición histórica ante Dios, llamado a la comunión con Él y, a partir de esa comunión, a la solidaridad más plena con los demás.
- Cabe reconocer algunas formas o dimensiones constantes en la acción de la Iglesia, atestiguadas ya desde el antiguo Israel. Se trata de formas abiertas y articuladas entre sí: el anuncio de la Palabra, la celebración de la liturgia y la oración, el servicio que se enraíza en la caridad. Un servicio que, desde el centro de la familia eclesial, se dirige a todas las personas y supone el interés por transformar la sociedad humana y el mundo que nos ha sido entregado por Dios en un ámbito de comunión.
En síntesis, la acción de la Iglesia se revela en la Biblia en un contexto que supone el valor conjunto de los diversos sentidos que la Palabra de Dios comunica (“cuádruple sentido”).
De todo ello se deduce, por una parte, que la pastoral o el apostolado cristiano deben promover el conocimiento de la Biblia, como alimento y norma de la fe. Lo que la Biblia quiere por inspiración divina enseñar y comunicar, leído en la Iglesia, determina la finalidad de la acción eclesial: la fe y la vida cristiana, como don de Dios y como tarea de servicio a la comunión. Por otra parte, el don de Dios supone una actividad potencialmente teológica en el creyente, que le lleva a pensar su fe para vivirla. La sistematización de esa reflexión, en lo que se refiere a la acción eclesial, es precisamente la teología pastoral.

2. La trilogía “Profeta-Rey-Sacerdote”

En el apartado anterior hemos visto cómo entre las formas o dimensiones constantes de la acción eclesial se destacan las que se han desarrollado como “funciones” de Cristo: sacerdotal, profética y real. El capítulo IV de la Constitución dogmática Lumen gentium  utiliza este esquema para exponer la participación de los laicos en la misión de la Iglesia.
El significado de esa “trilogía”, aplicada primeramente a Cristo (Profeta, Rey y Sacerdote), y derivadamente a la Iglesia y al cristiano, se ha puesto frecuentemente de relieve en la teología[23]. Veamos sintéticamente los fundamentos del tema a partir de la Escritura y de los Padres de la Iglesia, para examinar luego la reflexión teológica y eclesial desde la Edad Media.

  a) La trilogía en la Escritura y los Padres de la Iglesia
Aparte de algunos autores que le han restado valor[24], se ha destacado la utilidad de esa trilogía para perfilar lo que puede considerarse como “las estructuras por las cuales Dios persigue la construcción de su pueblo”, “el tipo de intervenciones por las cuales Dios realiza su autorrevelación (y) autocomunicación, con un propósito de salvación”; siendo “al mismo tiempo homogéneas y desiguales en su sucesión”, esas intervenciones “engloban al antiguo Israel, a Cristo y a la Iglesia (los ministerios, los cristianos)”[25].
En el Antiguo Testamento el Pueblo de Dios aparece, en efecto, edificado por el ministerio de los profetas, de los reyes y de los sacerdotes[26]. Ellos son los que primero han prevaricado[27], y sobre ellos cayó primeramente el juicio de Dios[28]. Los estudios sobre estas funciones veterotestamentarias revelan una tendencia a unir esas tres mediaciones. Ciertamente, el Antiguo Testamento conoce otras funciones importantes en el Pueblo de Dios (jueces, ancianos, escribas, etc.); pero estas tres son típicas, y sobre todo tienen el privilegio de haber sido objeto de una unción[29], que se aplica sobre todo al Mesías[30] (o Cristo, que en griego significa ungido). Y es que Cristo reúne en sí las funciones para las que existía unción. “Se trata de actividades puestas por Dios en su pueblo para que exista y viva según esta cualidad”[31] (ungido).
Entre los Padres que se ocupan de la trilogía a Cristo, sobresalen San Hilario, San Jerónimo ‑en sus comentarios al Salmo 132‑ y San Agustín. En la liturgia cristiana aparecen referencias en las oraciones de consagración del aceite, los ritos del bautismo y eventualmente de la confirmación, y los de la ordenación de sacerdotes y obispos.

  b) Las tres funciones o “munera”, a partir de la época medieval
En la Edad Media se alude a esas funciones, no sólo en la teología[32] sino también en las representaciones artísticas. Alberto Magno y Tomás de Aquino contribuyen a su tipificación. Éste último, desde el principio de su obra, otorga un lugar especial a los tres oficios de Cristo[33]. Entre los reformados, se reconoce a Calvino el haber hecho de los tres oficios el marco de su soteriología[34]. En la época de Trento, gracias al redescubrimiento del término “Cristo”, la trilogía aparece copiosamente entre los teólogos católicos, comenzando por el Concilio mismo[35].
Al principio del siglo XIX, la teología católica utiliza las tres funciones para distribuir las tareas en la Iglesia, identificadas frecuentemente con las de la Jerarquía. Ese modo de ver se extendió por otros dos factores: los catecismos[36] y el desarrollo de la teología pastoral como disciplina universitaria autónoma. Entre los muchos teólogos que en los siglos XIX y XX contribuyen a la recepción de la trilogía, destaca, en su aplicación a Cristo y a los cristianos, la figura de Newman[37]. En cuanto a la referencia eclesiológica, aparece en los esquemas preparatorios del Vaticano I, la encíclica Satis cognitum de León XIII (1896), y las encíclicas de Pío XII, Mystici corporis (1943) y Mediator Dei (1947)[38].
En el Concilio Vaticano II, que considera la Iglesia y su misión respecto al mundo, el esquema de los tres “oficios” se ve desde Cristo. Pero su visión engloba tanto la aplicación cristológica, como la antropológica y la eclesiológica. Por el bautismo se entra en el Pueblo de Dios, que es todo él profético, sacerdotal y real. Existe en la Iglesia una doble participación en los munera: como miembros del Cuerpo de Cristo (todos los cristianos); como representantes de Cristo-Cabeza (los ministros sagrados), que están para servir a sus hermanos mediante la potestad sagrada o espiritual (cfr. LG 18). 
  Por lo demás, es importante captar la mutua interioridad que se da entre esas tres funciones, que tiene un significado diverso según se trate de los fieles cristianos o de los Pastores. Éstos se sitúan al servicio de la misión salvadora de toda la Iglesia para el mundo.
  “En Cristo primero –señala Congar‑ y luego en la Iglesia, se realiza una serie de circumincesión: las funciones están una en la otra y se cualifican mutuamente. La realeza es sacerdotal y profética, el profetismo es sacerdotal y real, el sacerdocio es profético y real. Esto es verdadero en todo el Pueblo de Dios. Si se consideran en él los ‘poderes’ jerárquicos, se les distinguirá, ciertamente, pero para unirlos en lo que, según la Escritura, se llamará el pastoreo. La unidad de éste es requerida por la unidad de fin a la que se dirige, la participación de los hombres, e incluso del cosmos vinculado al hombre, en la salvación o en la vida divina que vienen de Cristo y del Espíritu Santo para gloria de Dios Padre”[39].
  Según el Concilio Vaticano II, el Pueblo de Dios actualiza la misión y las funciones de Cristo por medio de una pluralidad de ministerios, encargos o servicios. Unos son ministerios en el sentido propio de la tradición teológica católica, en virtud del sacramento del orden y por eso comportan la sacra potestas, que se ejerce, por medio de los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar. Otros servicios, la mayoría en el Pueblo de Dios, son los que llevan a cabo los fieles laicos, y, en modo diverso, los religiosos.

3. El cuidado de Dios por su Pueblo y la figura del Buen Pastor

Aunque la teología de la acción eclesial tiene un contenido más amplio que la denominada tradicionalmente “teología pastoral” –disciplina que comenzó en el siglo XVIII (S.  Rautenstrauch) como compendio de los deberes de los Pastores en la Iglesia‑, interesa subrayar el sentido que en la Escritura reviste la referencia a lo “pastoral”. Los profetas utilizan la imagen del pastor y del rebaño para exponer las relaciones entre Dios y el Pueblo elegido. Jesús se considera a sí mismo el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas[40].

a) Dios, Pastor de Israel

El tema aparece con fuerza en Oseas ‑que considera a Israel como grey o rebaño de Dios (Os 4, 16) -, y se desarrolla en Jeremías, Ezequiel y Zacarías. Jeremías aplica la figura del pastor (poimen) a los reyes de Judá, reprochándoles no haber cumplido con su deber, y anunciando que Dios dará a su pueblo otros pastores que lo apacentarán con sabiduría (Jer 3, 15; 23, 4). A través de Ezequiel, Yahveh declara que él mismo se convertirá en pastor de su pueblo (Ez 34, 11-16), y, al mismo tiempo, suscitará un pastor, especialmente elegido por Dios, el mesías davídico (34, 23; 37, 22-25). Esta figura profética adquiere un carácter especial en la época postexílica, con Zacarías, que anuncia un pastor que muere por la voluntad de Dios, instaurando en Jerusalén un cambio definitivo (Zac 12, 10; 13, 7; cfr. Jn 19, 37. El segundo texto fue citado por Jesús camino de Getsemaní: cfr. Mt 26, 31).


b) Jesús, Buen Pastor

Jesús  se declara a sí mismo, en los evangelios sinópticos, como el pastor mesiánico prometido por el Antiguo Testamento. Y lo hace a través de tres imágenes: 1) la renovación del mundo, descrita como la reunificación de “las ovejas perdidas de la casa de Israel”(cfr. Mt 15, 24; 10, 6; Ez 34), si bien se abre a todos los pueblos para reunirles en su rebaño; 2) el anuncio de su muerte y resurrección: “Está escrito:’Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas’, pero después de ser resucitado os guiaré en Galilea” (Mc 14, 27s); 3) el acontecimiento del juicio final: el Pastor-Juez separa las ovejas de los cabritos, finalizando su misión universal.
En el evangelio de San Juan (Jn 10, 1-30), Jesús contrapone la figura del buen pastor al extraño o asalariado, que huye ante el peligro, porque sólo busca su bien. Destaca la relación vital entre el pastor y el rebaño[41], que se observa también en otras imágenes como la de la vid y los sarmientos (Jn 15, 5). Jesús entrega libremente su vida por las ovejas, por su rebaño (poimne), expresión ésta que viene a ser equivalente a la ekklesia de los sinópticos; ambas se yuxtaponen en los Hechos (cfr. Hech 20, 28).
En la primera carta de San Pedro se aplican a Cristo los títulos de “pastor y obispo (episcopos) de vuestras almas” con el sentido de custodio de los suyos, y “pastor supremo” (archipoimen), en cuanto que por su autoridad llamará a rendir cuentas a sus pastores (I Pe 2, 25; 5, 3 s). En Hebreos se le considera como el “gran pastor” (poimen megas), modelo incomparable y único de los pastores, por encima incluso de Moisés (Hb 13, 20: fórmula litúrgica). Finalmente, el Apocalipsis habla del Cordero (amnos) que apacentará a los que le siguen (Ap 14, 4).
Por otra parte en el Nuevo Testamento se aplica significativamente el título de Pastores a los que presiden la comunidad cristiana: deben cuidarla, buscar a los extraviados, alejar la herejía y dar buen ejemplo (por ejemplo: Ef 4, 11; Hch 20, 28ss; I Pe 5, 3). Pedro ha sido instituido por Cristo, de modo especial, como Pastor y cabeza del grupo de los Apóstoles (cfr. Jn 21, 15-17). A ellos se les encargan las tareas de enseñar, bautizar y dirigir su Iglesia. Han de llevar a cabo el “servicio a la palabra”, la “fracción del pan” y el ejercicio de la caridad, promoviendo entre los creyentes la unidad: “un solo corazón y una sola alma” (Hech 6, 4; 2, 42; 4, 32). De nuevo encontramos las tres constantes de la acción eclesial y su fruto: la comunión. Pero conviene detenerse en el fundamento de esa comunión: el obrar de Cristo.

4. Jesucristo, Enviado del Padre, y la Iglesia evangelizadora

Jesús es el apóstol por excelencia, el ungido con el Espíritu Santo, Enviado y revelador en plenitud del Padre. Con sus palabras y gestos, con toda su vida, anuncia e introduce ya el Reino de Dios (cfr. LG 5), que se hace presente en su persona[42], y que la Iglesia tiene como misión establecer en este mundo.
a) El obrar de Jesús
En el Nuevo Testamento queda claro el modo de obrar de Jesús, que se sabe en comunión con el Padre, Enviado por Él para dar a conocer su nombre a los “suyos” (cfr. Jn 17, 6 ss). Jesús se propone como fuente de verdad y de vida para sus discípulos. Su actitud en la última cena es un signo de lo que los cristianos deben ser (cfr. Jn 13, 12-15; Lc 22, 25-27). En su Humanidad se presenta como modelo de todas las actitudes y virtudes cristianas. En su obrar asume totalmente las actitudes de quien se alimenta de la voluntad de Padre[43], llevándolas a una plenitud única, por ser el Hijo de Dios: Jesús ora, en constante diálogo de intimidad con su Padre, y esa oración antecede y acompaña todas sus acciones[44], consumándose en la Cena, en la pasión y muerte de Cruz y en la Resurrección; Jesús anuncia la salvación, siendo Él mismo la Palabra del Dios vivo[45]; Jesús ama y sirve, con todo lo que es y hace, a la misión salvadora que el Padre le ha confiado.
Movido por ese amor que se hace servicio, Jesús busca a todos; perdona, consuela y cura a los enfermos, anuncia la salvación a los pobres y necesitados, carga sobre sí el mal que amenaza a cada uno; llama particularmente a algunos, los Doce, “para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con el poder de expulsar demonios” (Mc 3, 14s); les envía de hecho y finalmente les manifiesta su misión universal (Mc 16, 15-20), con el fin y potestad de proclamar la Buena Nueva, bautizar y realizar signos de la fe que actúa por la caridad. De nuevo encontramos la triple estructura de la acción eclesial: proclamación o anuncio de la fe, sacramentos, servicio (cfr. Mt 28, 16-20).
En el obrar de Jesús los cristianos aprenden a valorar y emplear el tiempo, a comprender el sentido de la historia y de sus aportaciones al bien de todos, cada uno desde su propia condición en el mundo. Como criterios centrales para la vida y la acción, se descubre la importancia que tiene la “vida oculta” de Jesús –sobre todo su trabajo en Nazareth‑, los años de su ministerio público, los acontecimientos que rodearon a su muerte y resurrección, y su inefable presencia en la Iglesia de todos los tiempos.

b) La evangelización, misión de la Iglesia participada de Cristo por medio del Espíritu Santo

El obrar de Jesús no termina de explicarse sin la acción del Espíritu Santo. En las últimas décadas la reflexión teológica ha subrayado esta presencia del Espíritu junto a Jesús. Ya en el Bautismo se reafirma su unción por el Espíritu Santo (Lc 3, 22). En Nazareth Jesús se presenta como el Ungido, enviado por el Espíritu del Señor para una misión (Lc 4, 18-21). Jesús se identifica con esa misión mesiánica: proclama la Buena Nueva con lo que dice, con lo que hace y también con lo que es; con sus palabras, con sus obras, con su persona, con toda su vida (cfr. Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi 6; Enc. Redemptoris missio 13). El Espíritu Santo le acompaña constantemente en su predicación, en sus milagros, en su oración y en su sacrificio al Padre por sus hermanos los hombres.
Pero Jesús no sólo posee el Espíritu sino que también lo da, como había prometido ya desde antes de su muerte (ver, por ejemplo, Jn 7, 37-38; 14, 26; 16, 7). Como fruto de la Cruz, entrega el Espíritu (Jn 19, 30), y confirma esa entrega durante su primera aparición en el cenáculo (Jn 20, 22). Todo ello se consuma el día de Pentecostés (Hech 2, 1 ss; 32s). Los Padres de la Iglesia llamaban a Jesús “el gran Precursor del Espíritu Santo”. De este modo, la Iglesia participa de la unción de Jesús por medio del Espíritu, que la impulsa a su misión (cfr. Hech 10; 15; 16, 6ss). Por eso el Concilio Vaticano II la llama, como hemos visto “Pueblo mesiánico” (LG 9). La evangelización, misión de la Iglesia que cumple el mandato de Cristo, es obra inmediata del Espíritu Santo, y es preparada por el Espíritu en la historia, en el interior de las personas, en las culturas y las religiones (cfr. Redemptoris missio  24-29).

c) El establecimiento del Reino, inseparable de Cristo y de la Iglesia
El testimonio y la misión de Jesús se dirigen al anuncio del Reino de Dios. Para eso se declara enviado por el Padre, de quien se recibe “lo demás” como “añadidura” (Mt 6, 33). Esa es la “Buena Nueva”: la salvación del hombre por el don de Dios[46]. Un don que comporta la alegría de conocer a Dios y ser conocido por El, de verlo y entregarse a El. Un don que incluye la liberación del pecado y del demonio, y, en consecuencia, de todo lo que oprime al hombre. Un Reino y una salvación que, al mismo tiempo, cada uno debe conquistar con esfuerzo (Mt 11 s; Lc 16, 26), a partir de un total cambio interior (metanoia): una conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón (cfr. Evangelii nuntiandi 10).
Según la Constitución dogmática Lumen gentium, “la Iglesia recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios y de instaurarlo en todas las naciones, y constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra” (n. 5). Sin identificarse en el tiempo, la Iglesia y el Reino están presentes misteriosamente en la historia, y mientras dure ésta, se van purificando de los elementos que les son extraños (cfr. Mt 13, 24-30, 47-49).
La realidad del Reino se extiende, pues, más allá de los márgenes visibles de la Iglesia. La Iglesia peregrinante puede considerarse como signo e instrumento (“sacramento”) del Reino de Dios, del que constituye ya una incoación[47].
Jesucristo viene continuamente por medio de la misión y de la acción de la Iglesia a lo largo de la historia humana (cfr. Ap 2, 1), y vendrá al final de los tiempos como salvador escatológico para dar cumplimiento a todas las cosas. La Iglesia debe enraizar en Cristo cada una de sus acciones, para proponer a los hombres el encuentro con Él, fundamento de la única esperanza que puede saciar los anhelos del corazón humano[48]. La acción eclesial y los proyectos pastorales han de manifestar este cristocentrismo que surge del Evangelio[49]
Quienes acogen la Buena Nueva mediante la fe, se unen a Jesús, y constituyen una comunidad que es a la vez evangelizadora. “La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia” (...). Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (Evangelii nuntiandi 14 s).
A lo largo de la historia se han dado interpretaciones inadecuadas de las relaciones entre la Iglesia y el Reino, que conllevan equívocos a la hora de impulsar la misión de la Iglesia y su tarea pastoral. De un lado, la tendencia teocrática a considerar la Iglesia como la encarnación del Reino. En un sentido distinto, al menos en parte, el riesgo de una visión naturalista o temporalista que disolvería a la Iglesia en la historia, al cifrar su misión en el logro de una justicia o bienestar meramente terrenos. De otro lado, el intento de reducir el Reino de Dios a una realidad meramente espiritual e interna, ajena a toda estructuración visible de la Iglesia y contraria a las  manifestaciones de lo cristiano en la vida social y pública. Más extremadamente, toda forma de milenarismo, y, sobre todo, el escatologismo, que translada el Reino al más allá de la historia, vaciando de sentido la escatología cristiana.
El Reino de Dios debe comprenderse como una realidad “pneumática”, es decir, configurada –unificada y vivificada‑ por el Espíritu Santo (cfr. Jn 3, 5), cuya fuerza creadora tiende a instaurar la soberanía de Dios en la humanidad y en el cosmos, en torno a Cristo. En Pentecostés se pone en marcha la Iglesia y con ella la “interioridad cristiana”[50]. Ésta no desemboca en un intimismo espiritualista, sino que configura el ámbito desde el cual la persona se encuentra con Dios, comunica con Él, y extiende esa comunión a los demás y en cierto sentido a las cosas mismas. Tampoco Pentecostés inaugura de por sí un programa en pos del triunfo terreno de la Iglesia como institución en el mundo.
En el corazón del hombre se forja el Reino de Dios. No porque la Iglesia nazca continuamente de nuevo a partir del hombre que se encuentra con ella[51], sino porque en el encuentro con la Iglesia, las personas renuevan aquella vida que Cristo les revela y les comunica por la acción del Espíritu. Una vida que se manifiesta a la luz del mundo, en las personas enteras –en su espíritu y en su cuerpo‑, en las culturas y en los pueblos, como germen de solidaridad y restauración universal.
El signo sacramental de que el Reino de Dios ha comenzado está representado por la Eucaristía, donde el Espíritu Santo, con la colaboración de la Iglesia, transfigura en Cristo la realidad sensible –el mundo y el trabajo de los hombres‑ como primicia de los cielos nuevos y de la tierra nueva (cfr. GS 39). Esto, que Juan Pablo II ha denominado el “carácter cósmico” de la Eucaristía, pertenece al fundamento de la secularidad cristiana[52].
El Espíritu es el que edifica el Reino en el tiempo y prepara su plena manifestación en Jesucristo. Anima a los cristianos para que vivan como hijos de Dios y liberen a la creación de las esclavitudes a que se ve sometida como consecuencias del pecado (cfr. Rom 8, 19ss.). Les impulsa mediante la virtud de la esperanza a la transformación de la historia, para hacerla conforme al proyecto divino[53]. A la vez, actúa misteriosamente desde el interior de los hombres, de las culturas y de las religiones, preparándoles para el encuentro con el Evangelio.
De esta manera, el Espíritu Santo hace germinar en el mundo las semillas de la salvación definitiva que se dará al final de los tiempos.



[1] Permítasenos remitir al trabajo Evolución del concepto “Teología pastoral”. Itinerario y estatuto de una Teología de la acción eclesial, en “Scripta Theologica” 32 (2000) 471-508.
[2] Cfr. P. Grelot, Exégèse, théologie, pastorale, en “Nouvelle Révue Théologique” 88 (1966) 3-13, 132-148; Sentido cristiano del Antiguo Testamento, Bilbao 1995; P. Beauchamp, Théologie biblique, en Initiation à la pratique de la téologie, vol. I, Paris 1982, 185-232; L. Pacomio, Epistemologia e didattica della Teologia Pastorale, a partire della Bibbia, en AA. VV., Problemi attuali di Filosofia-Teologia-Diritto, Roma 1989, pp. 145-179; Teologia pastorale e azione pastorale, Casale Monferrato 1992; G. Segalla, Alla ricerca di una teologia biblica, en La teologia biblica: natura e prospettive, F. Ettore (ed.), Roma 1989; G. Segalla- A. Bonora, Teología Bïblica, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid 1990, 1819-1841; G. Betori, Tendenze attuali nell’uso e nell’interpretazione della Bibbia, en La Bibbia nell’epoca moderna e contemporanea, R. Fabris (a cura di), Bologna 1992, 247-291; V. Mannucci, La Biblia como palabra de Dios, Bilbao 1997.
[3]  Cfr. C. Bissoli, La Bibbia nella catechesi, Torino 1996.
[4] Cfr. P. Benoit, La verité dans la Bible. Dieu parle le langage des hommes, “Vie Spirituel” 114 (1966) 387-416.
[5] Cfr. L. Pacomio, Teologia pastorale e azione pastorale, o.c., pp. 58 ss.
[6] Cfr. W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento, vol. I, Madrid 1975; A. Bonora, Alianza, en Nuevo Diccionario de Teología Biblica, o.c., 44-58.
[7] Cfr. J. Gnilka, Teología del Nuevo Testamento, Madrid 1998, pp. 488 ss.
[8] Por ejemplo, para el Antiguo Testamento, los ungidos de Yavé, las tradiciones proféticas y la sapiencial, etc.; para el NT son fundamentales tres momentos: la presencia histórica de Jesús, el tiempo de la Iglesia, el juicio final.
[9] Cfr. P. Bläser-A. Darlapp, Historia de la salvación, en H. Fries (ed.), Conceptos fundamentales de teología, II, Madrid 1966, 45-68; P. Grelot, Sentido cristiano del Antiguo Testamento, o.c.
[10] Cfr. R. Pellitero, Verdad, vida, caridad: comunión y acción de la Iglesia, en “Teocomunicaçao” 33 (2003) 789-813; vid. también el estudio La Dimensión “pastoral” de la teología y Teología pastoral, en “Scripta Theologica” 36 (2004) 215-230.
[11] Cfr. G. Segalla, Limiti e significato dell’unità e della diversità nel NT, “Rivista Biblica” 30 (1982) 435-445.
[12] Cfr. L Pacomio, Teologia pastorale e azione pastorale, o.c., p. 68.
[13] Para una visión general de la antropología bíblica, vid. A. Gelin, El hombre según la Biblia, Madrid 1966; C. Spicq, Antropología paulina, en Idem, Dios y el hombre en el Nuevo Testamento, Salamanca 1979, 166-200; F. Foresti, Linee di Antropologia veterotestamentaria, en E. Ancili (dir), Temi di Antropologia Teologica, Roma 1981, 29-98; G. Barbaglio, Hombre, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid 1990, 762-783;J. M. Casciaro-J. M. Monforte, Dios, el mundo y el hombre en el mensaje de la Biblia, Pamplona 1992, 331-372, 393-504; M. Navarro, Barro y aliento: exégesis y antropología teológica de Génesis 2-3, Madrid 1993; P. Mourlon, El hombre en el lenguaje bíblico, Estella (Navarra) 1993; P. Grelot, Hombre, ¿quién eres?, Estella (Navarra) 1994; H. W. Wolff, Antropología del Antiguo Testamento, Salamanca 1997.
[14] Cfr. Y. Congar, El misterio del templo, Barcelona 1964.
[15] Vid. en línea similar, Jn 20, 19-23; Act 2, 42-48.
[16] Acerca de esas tres tareas vistas como configuradoras de la misión de la Jerarquía en la Iglesia, vid. J. Apecechea, Fundamentos bíblicos de la acción pastoral, Barcelona 1963; J. Mª Iraburu, Acción apostólica: misterio de fe, Bilbao 1969.
[17] Aunque muchos autores distinguen cuatro formas de acción eclesial –Palabra, culto, servicio y caridad‑ aquí nos referimos siempre a las tres fundamentales, puesto que la caridad cristiana es la raíz del servicio que se realiza a partir de la comunión, edificada en torno a la Palabra y el culto.
[18] Vid. en particular DV 12, 23 y 26.
[19] Vid. sintéticamente en el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 115 ss. Ahí se recoge el dístico medieval que resume la significación de los cuatro sentidos: “Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo tendas anagogia” (Agustín de Dacia, Rotulus pugillaris, I).
[20] Cfr. Pontificia Comisión Bíblica, La interpretación de la Biblia en la Iglesia (1993),  cap. II, B, 2.
[21] En opinión de Kasper, la analogía de la fe viene a ser un reflejo nocional tanto de la estructura simbólica de la realidad como de la estructura simbólica del lenguaje. Esto hace posible que el testimonio de la Revelación en la Escritura y en la Tradición pueda interpretarse por medio de imágenes y metáforas (cfr. W. Kasper, Die Wissenschaftspraxis der Theologie, en AA. VV., Handbuch der Fondamentaltheologie, vol. IV, Freiburg-Basel-Wien 1988, 242-277, pp. 252ss).
[22] S. Ambrosio, Epist 71, n. 4: PL 16, 1241C; vid. también n. 10.
[23] Reproducimos aquí, con ligeras modificaciones, la primera parte de otro texto ya publicado: vid. R. Pellitero, Los fieles laicos y la trilogía “Profeta-Rey-Sacerdote”, en Dar razón de la esperanza. Homenaje al Profesor Dr. José Luis Illanes, Universidad de Navarra, Pamplona 2004, pp. 423-440.
[24] Aduciendo que en la Biblia se presentan muchos otros títulos cristológicos igualmente válidos para comprender y describir la existencia cristiana. Por ejemplo, H. Kraemer, R. Voeltzel, y W. Pannenberg –los tres teólogos reformados contemporáneos‑ criticaron, respectivamente, la aplicación de los “tres oficios” a los laicos, a la Iglesia y a Cristo mismo.
[25] Y. Congar, Sur la trilogie Prophète-Roi-Prêtre, “Révue des Sciences Philosophiques et Théologiques” 67 (1983) 97-115, pp. 97, 103.
[26] Cfr. Dt 17, 14-20; 18, 1-21. Para la unción de los reyes, vid. 1 S 9, 16; 10, 1; 16, 1. 12s; 1 R 1, 39. Para los sacerdotes, cfr. Ex 29, 7; Lv 8, 12. Para los profetas (de modo excepcional), 1 R 19, 16.
[27] Cfr. Jr 2, 8; Mi 3, 11.
[28] Cfr. Ez 7, 26s; Ne 3, 11.
[29] Para los sacerdotes: Ex 29, 7; Lv 8, 10. Los reyes: 1 S 10, 1; 16, 12s. Los profetas: Si 48, 8; 1 R 19, 16.
[30] Unción del Mesías: cfr. Is 11, 2; 61, 1; Lc 4, 16-21. 
[31] Y. Congar, a.c., p. 98. La teología toma esa trilogía en un sentido amplio, fijándose en la sustancia de las tres funciones más allá de los títulos literalmente expresados (vid. Mt 28, 19s, Jn 14, 6, etc).
[32] Algunos autores ponen las tres cualidades del cristiano en relación con los caracteres sacramentales. Tal es el caso de Alejandro de Hales y, de modo más bien alusivo, S. Buenaventura.
[33] Entre otros lugares, aparece en S. Th III, q 22 a1 ad 3; q 31 a2 sol (vid. también q7 prol).
[34] Antes de Calvino, los estudios mencionan a Osiander (1530) y sobre todo Bucer (1536).
[35] Cfr. Catecismo Romano, I, cap. 3, 7 (en la ed. crítica de P. Rodríguez, Roma-Pamplona 1989, pp. 41-43). Sobre los autores que en esa época hablan de estas tres dignidades de Cristo, en razón de su unción, o de los cristianos, vid. P. Dabin, Le sacerdoce royal des fidèles dans la tradition ancienne et moderne, Bruxelles-Paris 1950. Alfonso Salmeron (+1585) y Gregorio de Valencia (+1603) las consideran también como “oficios” en la Iglesia.
[36] En las cuestiones sobre la Iglesia se había hecho clásico que los catecismos distribuyeran la unidad de la Iglesia en tres “vínculos”: simbólico, litúrgico y social o jerárquico. Aquí ve Congar una referencia a las notas de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica (cfr. Y. Congar, a.c., p. 105).
[37] Vid. J. H. Newman, Sermon V: The Three Offices of Christ (1840) en Idem, Sermons Bearing on Subjects of the Day, London, Oxford and Cambridge 1879, pp. 52-62. Vid. también su prólogo en Idem, Via media de la Iglesia Anglicana, Salamanca 1995 (traducción de la 3ª ed. de 1877), pp. 39-98, particularmente pp. 57 ss.
[38] En esos textos se reconoce la cooperación de S. Tromp.
[39] Y Congar, a.c., p. 112.
[40] Para una síntesis, vid. P. Grelot, Pasteur, en Dictionnaire de Spiritualité, XII, 1, Paris 1984, cols. 361-372.
[41] Jesús es, al mismo tiempo respecto a la acción de la Iglesia, sujeto o agente principal, camino y “método” para el acceso, espacio vital, fuente de eficacia y finalidad de la acción (cfr. L. Pacomio, Teologia pastorale.., o.c., p. 85).
[42] Jesús es el “Reino en Persona” (Orígenes, Comm. In Mt 14, 7: PG 13, 1197).
[43] “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4, 34).
[44] Vid. p. ej., Mc 1, 35-38. La oración de Cristo se sitúa en el centro mismo de su Misterio. Vid. al respecto, más adelante, el apartado sobre oración y acción eclesial.
[45] Mateo recoge varios discursos del Señor (el Sermón de la montaña, cap. 5-7; el “discurso apostólico”, cap. 10; el discurso de las parábolas, cap. 13; el discurso con normativas para la comunidad, cap. 18; y el discurso escatológico, caps. 24s.). Lucas subraya la predicación de Jesús a lo largo de su subida de Galilea a Jesusalén (cfr. Lc 9, 51- 19, 27); Juan suele emplear como método el partir de un hecho o un encuentro para presentar las palabras de Jesús.
[46] En los evangelios sinópticos el Reinado de Dios constituye el centro de la salvación, no sólo como realidad futura, sino como realidad ya en el presente donada por Dios, que comporta las exigencias expresadas en el Sermón de la montaña.  Los sinópticos acentúan la dimensión futura de la escatología cristiana, mientras que Juan y las cartas a los Colosenses y a los Efesios subrayan la dimensión presente. Estas dos dimensiones conviven también en otros textos (cfr. J. Gnilka, Teología del Nuevo Testamento, o.c, pp. 481ss).
[47] Sobre el Reino de Dios y la Iglesia, vid. entre otros textos, P. Hoffman, Reino de Dios, en H. Fries (ed.), Conceptos Fundamentales de Teología, IV, Madrid 1967, 53-69; R. Schnackenburg, Reino y reinado de Dios, Madrid 1970; L. Bouyer, La plenitud de los tiempos y el Evangelio del Reino de Dios, en La Iglesia de Dios, Madrid 1973, pp. 296-303; A. Antón, El Evangelio del Reino y la "Ekklêsia" de Cristo, en La Iglesia de Cristo, Madrid 1977, pp. 364-387; J. Coppens, J. Carmignac, A. Feuillet, etc., Règne de Dieu, en Dictionnaire de la Bible. Supplément, 10 (1981) 1-199; A. García Moreno, Pueblo, Iglesia y Reino de Dios, Pamplona 1982; U. Vanni, Regno “non da questo mondo” ma “regno del mondo”, en “Studia Missionalia” 33 (1984) 325-358; Ch. Schönborn, L’Église de la terre, le Royaume de Dieu et l’Église du Ciel, en AA. VV., Visages de l’Église, Fribourg 1989, pp. 169-194; S. A. Panimolle, Reino de Dios, en Nuevo Diccionario de Teología Bíblica, Madrid 1990, pp. 1609-1639.
[48] Cfr. Exhortación postsinodal, Ecclesia in Europa (2003), n. 66.
[49] Cfr. Exhortación postsinodal, Ecclesia in America (1999), n. 67.
[50] Cfr. R. Guardini, La existencia del cristiano, Madrid 1997, pp. 345 ss.
[51] Así, cuando se dice que la “autorrealización” de la Iglesia o su “autoengendrarse” es el objeto de estudio de la teología pastoral, estas expresiones no deben entenderse en sentido absoluto, pues la Iglesia no nace continuamente de nuevo, sino que permanece renovándose en Cristo por el Espíritu.
[52] “Cada Eucaristía se celebra en cierto sentido sobre el altar del mundo” (Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 8). Por eso encarnar el proyecto eucarístico (de Cristo) significa entre otras cosas, testimoniar que la realidad humana no se justifica sin referencia al creador. Una referencia que lleva a dar gracias y que no perjudica la autonomía de las realidades terrenas (cfr. GS 36), sino que la sitúa en su auténtico fundamento, marcando al mismo tiempo sus límites (cfr. Carta ap. Mane nobiscum, Domine, para el Año de la Eucaristía, n. 26).
[53] El Reino de Dios, que Jesús nos enseña a pedir en el Padrenuestro (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2816-2821), implica a los cristianos plenamente en este mundo (cfr. GS 22, 32, 39 y 45; Evangelii nuntiandi 31).

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