lunes, 10 de enero de 2011

palabra de vida semanal

PALABRA DE VIDA SEMANAL



Domingo VIII: Servir sólo a Dios27 de febrero de 2011
“Nadie puede estar al servicio de dos amos. Porque despreciará a uno y querrá al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24-25)
No podemos servir a dos señores. O estamos con Dios o estamos con su enemigo y con los que le ayudan. San Francisco lo entendió así cuando, camino de la guerra, se le apareció Cristo y le preguntó a quién prefería servir, si al Señor a su criado; en aquel caso, el “criado” era el propio Papa, pues San Francisco marchaba a combatir enrolado en el ejército papal; en otros casos, no se trata de un criado, sino directamente del demonio, el enemigo de Cristo y de los hombres. San Francisco tomó una decisión que cambió su vida: regresó a Asís y, tras pasar por la vergüenza de ser considerado un cobarde, esperó las órdenes de su nuevo Señor. Este le mantuvo unos meses en oscuridad, para probarle, hasta que le reveló en San Damián lo que quería de él: “Repara mi casa que, como ves, amenaza ruina”.
Así es siempre y así es con cada uno de nosotros. Intentamos compaginar las cosas, poner una vela a Dios y otra al diablo. Pero es imposible y, más pronto o más tarde, nos vemos forzados a elegir. Hagámoslo cuanto antes. Pongamos a Dios y a las cosas de Dios en el primer lugar de nuestra vida, en el primer lugar de nuestro corazón. No adoremos a nada –dinero, honor, poder-, ni a nadie –no pongamos delante de Dios ni siquiera al amor más noble, como es el de la familia, justificando por ellos cosas que no deberíamos hacer-. Esta primacía de Dios nos impedirá, además, adorar a cosas o a personas que terminarían por destruirnos, por despersonalizarnos, por transformarnos en esclavos que, después de ser utilizados, son desechados por el sistema o por la persona que los ha estrujado.
Propósito: Si Dios es el primero, ¿soy coherente con esa opción? ¿Le doy el tiempo debido, la limosna debida, le defiendo cuando le atacan o cuando atacan a los suyos?


Domingo VII: Perdonar para recibir el perdón20 de febrero de 2011
“Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo’ y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo” (Mt 5, 41-43)
Cuando el Señor nos pide amar al enemigo, nos está pidiendo algo que va más allá de lo que el hombre por sí sólo puede realizar. Sin la ayuda de la gracia, este mandato de Cristo es imposible cumplirlo. Quizá se podría no devolver mal por mal, pero de ahí a hacer el bien a quien te ha hecho daño hay un largo trecho. Y, sin embargo, eso es lo que pide Cristo porque eso es lo que Él practicó.
Ahora bien, quizá este mandamiento lo valoraríamos de otro modo si cambiáramos la perspectiva. ¿Qué nos parecería si en realidad el Señor no nos estuviera hablando a nosotros sino a esa persona a la que hemos hecho daño y que tiene la posibilidad de vengarse de nosotros, de devolvernos el golpe que antes nosotros le dimos? ¿Verdad que en ese caso ya no nos parecería tan descabellada la orden del Señor? ¿Verdad que le rogaríamos a nuestro enemigo que la cumpliera e incluso le recordaríamos que no sería un buen cristiano si no lo hiciera?
Cuando tratamos el tema del perdón siempre pensamos en el que nosotros debemos dar, pero no en el que necesitamos que nos den. Quizá éste no lo recibamos, pero debemos empezar por dar el nuestro, porque a lo mejor así el otro se anima a dar el suyo y porque, como también dijo Cristo, “la medida que uséis la usarán con vosotros”. Necesitamos ser perdonados, por Dios y por los hombres; para que ese perdón nos llegue, empecemos nosotros por otorgarlo a quien nos ha ofendido. Eso es lo que rezamos en el Padrenuestro.
Propósito: Empecemos por perdonar y rezar por los que nos han hecho daño y luego recemos para que aquellos a los que nosotros hemos herido nos perdonen.


Domingo VI: No basta con no ser malo13 de febrero de 2011
“Os lo aseguro: Si no sois mejores que los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-22a)
El término “fariseo” está tan desprestigiado que nos resulta difícil comprender lo que quería decir Jesús cuando ponía esa comparación e invitaba a sus discípulos a ser mejores que ellos. En realidad, en aquella época los fariseos eran los más religiosos, observantes y fieles defensores de Dios. Si tuviéramos que buscar un equivalente, diríamos que eran los de “misa diaria”; esta comparación no es justa e incluso es ofensiva en sí misma, pero nos sirve para entender que los apóstoles estaban siendo invitados a ser mejores que los mejores de los judíos. Pero ¿mejores en qué?
Desde luego no se trataba de ser más puntilloso y exigente en cuestiones litúrgicas o en asuntos rituales (descanso del sábado, reglas culinarias, impuestos al templo, etc). Lo que Jesús quería era que se superara por arriba la limitación que mantenía encorsetado el corazón del buen judío, del fariseo. Ciertamente, esto sólo lo pudieron entender bien los apóstoles al final de la vida de Cristo (cuando, en la Última Cena, les da el mandamiento nuevo) y, sobre todo, después de la venida del Espíritu Santo. Pero ya entonces pudieron comprender algo de lo que el Señor quería enseñarles. Para Jesús no se trataba de quedarse contento con no hacer el mal o con cumplir las leyes; lo que Él pedía a sus seguidores es que fueran más allá, que hicieran todo el bien posible, que no se quedaran satisfechos hasta que no hubiera ayudado al prójimo con todas sus fuerzas. Cristo no pedía ni pide imposibles; pide, simplemente, que amemos. Y amar empieza por no hacer el mal y sigue por hacer el bien. Como él hizo.
Propósito: No te conformes con no hacer el mal. Examina tu conciencia sobre los pecados de omisión, sobre el bien que podías haber hecho y que por comodidad has dejado de hacer.


Domingo V: Luz incluso para los que no quieren ver6 de febrero de 2011
“Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte” (Mt 5, 14)
No todos estamos llamados a ser mensajeros del amor de Dios por medio de la predicación de la palabra, quizá porque no somos grandes oradores o porque esa no es nuestra vocación. Pero todos estamos llamados a predicar ese amor de Dios por medio de nuestra vida, de nuestras buenas obras. Para ello no es necesario hacer grandes cosas; basta con intentar cumplir bien nuestro deber, que en la mayor parte de los casos será llevar a cabo actos pequeños, insignificantes y rutinarios. De esta forma, nuestro testimonio será luz para el prójimo, aun cuando éste no nos lo diga.
Especialmente importante serán los momentos de dificultad, de sufrimiento. Entonces es cuando más se fijan en nosotros. ¿Cómo reaccionará este cristiano cuando le han ofendido? ¿Qué hará cuando tiene una enfermedad o cuando ha perdido a un ser querido? ¿Cómo vencerá las tentaciones de la carne, o las de la corrupción?. Nos observan siempre, sobre todo cuando hay problemas. Demos, especialmente en esos momentos, un testimonio que sirva para convencer a los demás de que ser cristiano merece la pena, de que ser cristiano no es lo mismo que no serlo, de que ser cristiano introduce cambios en la vida del hombre, cambios que le mejoran y le hacen más feliz.
Por último, también tenemos que ser luz para aquellos que no quieren ver porque están más cómodos en la oscuridad de su pecado. No se trata de llevarles a la fuerza a la verdad, a la bondad. Más bien se trata de defender la verdad, con amor pero con valentía. En una época oscura como la nuestra, esto resulta especialmente urgente y es una gran obra de caridad, aunque no lo entiendan.
Propósito: Piensa, cada día, en algo que preveas que te va a resultar difícil, para ser coherente con tu fe cuando los demás se fijen en tu comportamiento. No calles por cobardía.


Domingo IV: La alegría cristiana30 de enero de 2011
“Dichosos los que lloran porque ellos serán consolados” (Mt 5, 5)
El relato de las bienaventuranzas es considerado como el proyecto moral del cristianismo. Aunque éste se resume en un único mandamiento, tal y como enseñó Cristo en la Última Cena, el mandamiento del amor, se desglosa en un nuevo y original tipo de mandamientos. Ya no se trata de no hacer el mal, sino sobre todo de hacer el bien. Y para hacer el bien tenemos que ser generosos con nuestro dinero, lo cual nos hace un poco más pobres a la par que hace a los que ayudamos un poco menos pobres. Para hacer el bien tenemos que cumplir con nuestras obligaciones, aunque eso nos suponga derramar alguna lágrima. Para hacer el bien tenemos que defender la causa de la justicia y, como consecuencia, estar al lado de los que sufren las injusticias, aunque nos incluyan a nosotros entre los perseguidos. Para hacer el bien debemos trabajar por la paz, quitando hierro a las situaciones de violencia, aunque eso nos complique la vida y corramos el riesgo de que nos ataquen las dos partes en conflicto. Para hacer el bien tenemos que perdonar, incluso aunque no recibamos de la otra parte un trato semejante.
 
Hay que intentar practicar todas las bienaventuranzas, pero, al menos, convendría por empezar por una – por la que sea más fácil para uno mismo- y especializarse en ella, sin que eso suponga olvidar las demás. Sé pacífico. Sé generoso. Sé humilde. Sé prudente. Sé casto. Sé honrado. Y serás feliz, como promete Cristo.
Propósito: Elige la virtud que te resulte más sencilla. Vívela a fondo. Conviértete en un especialista de ella. Y luego ve a por otra.

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