jueves, 7 de abril de 2011


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Historia De Las Cosas, 2 de 2. Excelente explicación sobre El Desarrollo Sostenible vs el Sistema Consumista. Ambiente Ecología Gestión Economía Producción Sustentable
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El Papa había acabado la encíclica a última hora de la mañana. No era larga y era atípica, pues no había podido traducirla. No tenía tiempo para más. Pero estaba contento. Muy contento. Sentía que no sólo había cumplido con el encargo de la Virgen, sino que había hecho algo que debía haberse hecho mucho tiempo atrás. Cuando ocho días antes –sólo ocho días y parecía que había transcurrido una vida entera- se había enterado del contenido de la visión, le había dado un vuelco el corazón. “¡Claro, naturalmente, cómo no se me había ocurrido antes!”, había exclamado. Era como si algo hubiera estado siempre dentro de él ,  y de repente, la luz que salía de María condujera su mirada hacia un lugar donde había algo que siempre había estado allí, latente, pero en penumbra. Ella, la virgen, le había iluminado y ahora brillaba ante sus ojos con un resplandor extraordinario. El mismo, estaba seguro,  que iba a brillar ante los ojos de los católicos de todo el mundo. La había titulado Amare l’Amore (Amar el Amor).
                Comenzaba, precisamente y como suele ser lo habitual en una encíclica, con esas palabras: Amar el Amor, amar a Dios que es amor, es el deber de todo cristiano, de todo aquel que se sabe amado por Dios, que tiene fe en el amor de Dios. “En nosotros” (1Jn 3, 16ª), nos decía el apóstol Juan, y eso es lo que hemos predicado en la Iglesia católica desde el principio. Pero también hemos predicado, aunque quizá no con la suficiente rotundidad, que los que hemos conocido y sabido que Dios nos ama tenemos que devolverle el amor recibido. Amar el Amor; amar al Dios que es amor; es el principal objetivo de todos aquellos que nos proclamamos seguidores de Cristo. La motivación que debe animar nuestras acciones tiene que ser principalmente esa: amar a quien nos ha amado tanto, amarle a Él directamente –en la Eucaristía, a través de la oración-, y amarle directamente a través del prójimo, como el propio Juan enseña: Nosotros debemos dar también la vida por nuestros hermanos” (1Jn 3, 16b). “En esto consiste el amor –sigue diciendo San Juan-: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que dios nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo a como víctima expiatoria por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Dios tiene derecho a ser amado por el hombre que sabe que Dios los tiene, y hemos creído en él. Dios es amor y el que está en el amor está en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Dios tiene derecho a ser amado por el hombre que sabe que Dios le ama. No se trata de algo que podamos dar o no dar; sino de algo que debemos dar. La raíz de todas las injusticias está en la injusticia que cometemos con Dios al no amarle como él tiene derecho a ser amado.
                Siguiendo con este argumento, el Papa lamentaba que durante mucho tiempo se hubiera insistido más en motivaciones precristianas, como el temor o el interés, que, aunque verdaderas y legítimas, no eran las específicamente cristianas. De nuevo citaba la primera carta del apóstol San Juan: <”En el amor no hay temor, pues el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor” (1Jn 4, 18). Es verdad –afirmaba la encíclica- que el temor de Dios es necesario, pero,  como dice el apóstol, no es la motivación ideal, la perfecta motivación que debe animar la vida de un seguidor de Cristo, de un seguidor del Amor.> Su Santidad pedía disculpas por el hecho de que la Iglesia no hubiera establecido una catequesis basada ante todo en esto: <enseñar a niños, jóvenes y adultos que agradecer.> La ausencia de esta catequesis, de esta formación en la fe en el amor de Dios y en sus consecuencias –amar al Dios que te ama y al prójimo por amor a Él-, había hecho a la Iglesia especialmente frágil ante el ataque del secularismo. La gente que iba al templo  por miedo al infierno o porque tenía necesidad de recibir ayuda de Dios, no había aprendido a mantener con el Señor una relación auténticamente cristiana, una relación de amor, de agradecimiento; una relación eucarística, de acción de gracias. Por eso, cuando en  los países ricos subió el nivel de vida, desde el último tercio del siglo XX, la gente dejó de ir a la Iglesia, en parte también porque no pocos sacerdotes dijeron que el infierno no existía y que todo el mundo se salvaba. Por un lado, desapareció el temor al infierno y, por otro, ya no había tantos problemas materiales y no hacía tanta falta acudir a Dios en busca de ayuda; incluso los problemas ligados a la falta de espiritualidad, propios de sociedades secularizadas, se pretendían solucionar con más materialismo, como viajes, diversión, drogas, sexo…
                El Papa pedía a los sacerdotes y obispos, a todo el pueblo fiel, que en este momento de durísima persecución se hiciera un esfuerzo por volver a empezar, por ir a la raíz, por volver a los orígenes de la Iglesia. <Al principio –decía la encíclica-, sólo había una mujer: la Santísima Virgen María. El Espíritu Santo fecundó sus virginales entrañas gracias a que ella aceptó libremente colaborar con  la gracia divina y así se hizo posible la aventura de la encarnación del Hijo de Dios. La relación de María con el Padre, con el Hijo –con su Hijo- y con el Espíritu es el modelo, el paradigma, al que tenemos que dirigir nuestras miradas para aprender de ella a amar, para aprender de ella qué motivaciones tiene que haber en nuestro corazón. Ella es la Purísima, la que no busca interés alguno por hacer el bien ni tampoco obra por miedo al castigo; en ella, en su Inmaculado Corazón, sólo hay amor. Por eso ella es el modelo que se debe imitar. Ella es la Maestra que nos enseña a amar a su divino Hijo.>
                En su encíclica, el Papa recomendaba a todos los católicos que se mantuvieran unidos y que formaran pequeños grupos de espiritualidad, tanto si contaban con la presencia de sacerdotes como si no, a fin de que el ánimo no decayera y que la presencia del Señor Resucitado estuviera siempre en medio de ellos, tal y como había indicado el evangelista Mateo (Mt 18, 20). Que meditaran la palabra y se propusieran objetivos concretos para llevarla a la práctica. Que cuidaran mucho la solidaridad entre ellos, tanto más urgente cuanto más dura era la persecución. Que llevaran una intensa vida de oración, contemplando con frecuencia el infinito amor de Dios manifestado en Cristo.
                La última parte de la encíclica estaba dedicada a afrontar la causa de la actual persecución: el deseo del poder político mundial de someter a todas las religiones a su control. La excusa era que algunos creyentes de otras religiones habían malinterpretado los principios de sus respectivas religiones y habían justificado el terrorismo. Pero eso era sólo una excusa. En el fondo, decía el Papa, detrás de todo estaba el demonio, que, en su lucha contra Dios y contra el hombre, quería separar a los hombres de Dios y contra el hombre, y sobre todo, de Cristo. El demonio tenía necesidad de convencer a los cristianos de que Jesús no era verdadero Dios, de que Él no era el salvador del mundo, de que en Él no estaba la plenitud de la verdad. Por eso atacaba a la Iglesia, presentándola como una institución tan intolerante, radical y propiciadora de la violencia como aquellas otras que justificaban y llevaban a cabo la guerra santa. Para el hombre moderno, manipulado por el demonio a través de los medios de comunicación, la Iglesia se había convertido en el paradigma de la intolerancia, al pretender haber sido fundada por el propio Dios y no por un hombre de Dios, y al pretender estar en posesión de la plenitud de la verdad. Por eso creía que había que acabar con la Iglesia a toda costa para, después, someter al conjunto de las religiones.
                Citando de nuevo al apóstol Juan, el Papa decía en su encíclica: <No es una novedad el intento de acabar con la Iglesia. El anticristo ha venido muchas veces antes y lo seguirá haciendo. “Hijos míos –decía San Juan- , estamos en la última hora, y, como habéis oído, el anticristo viene; y ahora ya han surgido muchos anticristos; por eso conocemos que es la última hora. Han surgido de entre nosotros, pero no eran de los nuestros; porque si hubieran sido de los nuestros, hubieran permanecido con nosotros; pero ha sucedido esto para que se manifieste que todos éstos no eran de los nuestros” (1 Jn. 2, 18-19). > También San Pablo advirtió muchas veces de la llegada de este anticristo y de los últimos tiempos. Aconsejaba que no se perdiera la cabeza y, sobre todo, que no se perdiera la esperanza: <Que nadie en modo alguno os desoriente. Primero tiene que llegar la apostasía y aparecer la impiedad en persona, el hombre destinado a la perdición, el que se enfrentara y se pondrá por encima de todo lo que se llama Dios o es objeto de culto, hasta instalarse en el templo de Dios, proclamándose él mismo Dios… “La venida del impío tendrá lugar, por obra de Satanás, con ostentación de poder, con señales y prodigios falsos, y con toda la seducción que la injusticia ejerce sobre los que se pierden, en pago de no haber aceptado el amor de la verdad que los habría salvado. Por eso, Dios les manda un extravío que los incita a creer en la mentira; así, todos los que no dieron fe a la verdad y probaron la injusticia serán llamados a juicio” (2 Tes. 2, 3-13).> <Pero –continuaba diciendo el Papa- ni antes ni ahora podrán con la Iglesia de Cristo, con la Iglesia católica, pues el Señor es más fuerte que Satanás y que todos sus aliados. La Santísima Virgen, en un gesto más de su amor maternal, ha querido auxiliarnos apareciéndose a Elisa, a la cual lloramos y a la cual nos encomendamos, para asegurarnos que esta persecución es permitida por el plan providente y misericordioso de Dios para purificar a la Iglesia, pero que no acabará con ella. Mantengamos, pues, la esperanza. La victoria es nuestra. Tendremos que pagar, ya lo estamos pagando, un alto precio, pero nuestros enemigos no podrán con nosotros. Agradezco la fidelidad de todos mis hermanos en el Episcopado, de los sacerdotes religiosos y religiosas, de los laicos, que en este momento de persecución han demostrado su fidelidad a Cristo y a mí, su indigno vicario. Agradezco muy especialmente a los que han derramado ya su sangre por Cristo y a mí, su indigno vicario. Agradezco muy especialmente a los que están en las cárceles por haber sido fieles al Señor. No olvidéis las palabras del Maestro: “Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación” (Lc. 21, 28). Mantengámonos unidos, asidos a la mano de María, nuestra Maestra. Organicemos una red de pequeñas iglesias domésticas donde aprendamos a amar al Dios que nos ama e intensifiquemos la oración. La noche es oscura, pero el alba ya no tardará en aparecer. Me despido de vosotros con mi cariñó, mi gratitud y mi bendición.> La encíclica terminaba pidiendo a todos, obispos, sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos que se consagraran al Inmaculado Corazón de María y a la Divina Misericordia, dos días después, sábado, a las tres de la tarde. Ésa era la fecha prevista por X para que se celebrara la Conferencia Mundial de las Religiones en la que, oficialmente, la Iglesia católica dejaría de existir. El Papa no lo sabía cuando pidió, como conclusión de la encíclica, que se hiciera la consagración a María y a Jesús. La Virgen, por supuesto, sí. El mal tenía que ser vencido a fuerza de bien, de forma que donde abundara el pecado debía sobreabundar la gracia. Con el mayor sigilo, sin dar siquiera las luces, mandó el texto al correo electrónico que Enrique del Valle le había dado a monseñor Loj para esa ocasión. Pocos minutos después, el informático madrileño, que miraba con frecuencia esa cuenta de correo electrónico , abierta en un servidor gratuito de mucho uso, recibía la encíclica. Fátima borró, lo mejor que supo, todas las pruebas y regresó a su oficina. Nadie había notado nada. O al menos eso creía ella.


palabra de vida










Para meditar especialmente el sábado santo.
 
Stabat  Mater
(José Luis Martin Descalzo)
Ahora sé que elegí bien la palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar: «¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava», sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros que jamás entenderá. Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres dicen: «Los hijos son difíciles de entender, crecen, crecen; tu crees saber hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado dentro de ti. Pero tú… Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías. Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte? Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor, lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar. Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo, perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker» de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados. 
Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma, esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan. «Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel, ¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana. Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad. Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz. «Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz, como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal vez, entonces… Cuánto le quise y le temí. 

Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás, Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios; y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo de Dios, la página que gira el Universo. 

¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos. 

Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte. Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah, si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios. 


Publicado en ABC, 1988.

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viernes, 1 de abril de 2011

Comentario del Evangelio dominical del 03 de abril

tema 7 de dogma

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