El Papa había
acabado la encíclica a última hora de la mañana. No era larga y era atípica,
pues no había podido traducirla. No tenía tiempo para más. Pero estaba
contento. Muy contento. Sentía que no sólo había cumplido con el encargo de la
Virgen, sino que había hecho algo que debía haberse hecho mucho tiempo atrás.
Cuando ocho días antes –sólo ocho días y parecía que había transcurrido una
vida entera- se había enterado del contenido de la visión, le había dado un
vuelco el corazón. “¡Claro, naturalmente, cómo no se me había ocurrido antes!”,
había exclamado. Era como si algo hubiera estado siempre dentro de él , y de repente, la luz que salía de María
condujera su mirada hacia un lugar donde había algo que siempre había estado
allí, latente, pero en penumbra. Ella, la virgen, le había iluminado y ahora
brillaba ante sus ojos con un resplandor extraordinario. El mismo, estaba
seguro, que iba a brillar ante los ojos
de los católicos de todo el mundo. La había titulado Amare l’Amore (Amar el Amor).
Comenzaba,
precisamente y como suele ser lo habitual en una encíclica, con esas palabras: Amar
el Amor, amar a Dios que es amor, es el deber de todo cristiano, de todo aquel
que se sabe amado por Dios, que tiene fe en el amor de Dios. “En nosotros” (1Jn
3, 16ª), nos decía el apóstol Juan, y eso es lo que hemos predicado en la
Iglesia católica desde el principio. Pero también hemos predicado, aunque quizá
no con la suficiente rotundidad, que los que hemos conocido y sabido que Dios
nos ama tenemos que devolverle el amor recibido. Amar el Amor; amar al Dios que
es amor; es el principal objetivo de todos aquellos que nos proclamamos
seguidores de Cristo. La motivación que debe animar nuestras acciones tiene que
ser principalmente esa: amar a quien nos ha amado tanto, amarle a Él
directamente –en la Eucaristía, a través de la oración-, y amarle directamente
a través del prójimo, como el propio Juan enseña: Nosotros debemos dar también
la vida por nuestros hermanos” (1Jn 3, 16b). “En esto consiste el amor –sigue
diciendo San Juan-: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que dios
nos ha amado a nosotros y ha enviado a su Hijo a como víctima expiatoria por
nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Dios tiene derecho a ser amado por el hombre
que sabe que Dios los tiene, y hemos creído en él. Dios es amor y el que está
en el amor está en Dios, y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Dios tiene derecho a ser
amado por el hombre que sabe que Dios le ama. No se trata de algo que podamos
dar o no dar; sino de algo que debemos dar. La raíz de todas las injusticias
está en la injusticia que cometemos con Dios al no amarle como él tiene derecho
a ser amado.
Siguiendo
con este argumento, el Papa lamentaba que durante mucho tiempo se hubiera
insistido más en motivaciones precristianas, como el temor o el interés, que,
aunque verdaderas y legítimas, no eran las específicamente cristianas. De nuevo
citaba la primera carta del apóstol San Juan: <”En el amor no hay temor,
pues el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en el amor” (1Jn 4,
18). Es verdad –afirmaba la encíclica- que el temor de Dios es necesario,
pero, como dice el apóstol, no es la
motivación ideal, la perfecta motivación que debe animar la vida de un seguidor
de Cristo, de un seguidor del Amor.> Su Santidad pedía disculpas por el
hecho de que la Iglesia no hubiera establecido una catequesis basada ante todo
en esto: <enseñar a niños, jóvenes y adultos que agradecer.> La ausencia
de esta catequesis, de esta formación en la fe en el amor de Dios y en sus
consecuencias –amar al Dios que te ama y al prójimo por amor a Él-, había hecho
a la Iglesia especialmente frágil ante el ataque del secularismo. La gente que
iba al templo por miedo al infierno o
porque tenía necesidad de recibir ayuda de Dios, no había aprendido a mantener
con el Señor una relación auténticamente cristiana, una relación de amor, de
agradecimiento; una relación eucarística, de acción de gracias. Por eso, cuando
en los países ricos subió el nivel de
vida, desde el último tercio del siglo XX, la gente dejó de ir a la Iglesia, en
parte también porque no pocos sacerdotes dijeron que el infierno no existía y
que todo el mundo se salvaba. Por un lado, desapareció el temor al infierno y,
por otro, ya no había tantos problemas materiales y no hacía tanta falta acudir
a Dios en busca de ayuda; incluso los problemas ligados a la falta de
espiritualidad, propios de sociedades secularizadas, se pretendían solucionar
con más materialismo, como viajes, diversión, drogas, sexo…
El
Papa pedía a los sacerdotes y obispos, a todo el pueblo fiel, que en este
momento de durísima persecución se hiciera un esfuerzo por volver a empezar,
por ir a la raíz, por volver a los orígenes de la Iglesia. <Al principio
–decía la encíclica-, sólo había una mujer: la Santísima Virgen María. El Espíritu
Santo fecundó sus virginales entrañas gracias a que ella aceptó libremente
colaborar con la gracia divina y así se
hizo posible la aventura de la encarnación del Hijo de Dios. La relación de
María con el Padre, con el Hijo –con su Hijo- y con el Espíritu es el modelo,
el paradigma, al que tenemos que dirigir nuestras miradas para aprender de ella
a amar, para aprender de ella qué motivaciones tiene que haber en nuestro
corazón. Ella es la Purísima, la que no busca interés alguno por hacer el bien ni
tampoco obra por miedo al castigo; en ella, en su Inmaculado Corazón, sólo hay
amor. Por eso ella es el modelo que se debe imitar. Ella es la Maestra que nos
enseña a amar a su divino Hijo.>
En
su encíclica, el Papa recomendaba a todos los católicos que se mantuvieran
unidos y que formaran pequeños grupos de espiritualidad, tanto si contaban con
la presencia de sacerdotes como si no, a fin de que el ánimo no decayera y que
la presencia del Señor Resucitado estuviera siempre en medio de ellos, tal y como
había indicado el evangelista Mateo (Mt 18, 20). Que meditaran la palabra y se
propusieran objetivos concretos para llevarla a la práctica. Que cuidaran mucho
la solidaridad entre ellos, tanto más urgente cuanto más dura era la
persecución. Que llevaran una intensa vida de oración, contemplando con
frecuencia el infinito amor de Dios manifestado en Cristo.
La
última parte de la encíclica estaba dedicada a afrontar la causa de la actual
persecución: el deseo del poder político mundial de someter a todas las
religiones a su control. La excusa era que algunos creyentes de otras
religiones habían malinterpretado los principios de sus respectivas religiones
y habían justificado el terrorismo. Pero eso era sólo una excusa. En el fondo,
decía el Papa, detrás de todo estaba el demonio, que, en su lucha contra Dios y
contra el hombre, quería separar a los hombres de Dios y contra el hombre, y sobre
todo, de Cristo. El demonio tenía necesidad de convencer a los cristianos de
que Jesús no era verdadero Dios, de que Él no era el salvador del mundo, de que
en Él no estaba la plenitud de la verdad. Por eso atacaba a la Iglesia,
presentándola como una institución tan intolerante, radical y propiciadora de
la violencia como aquellas otras que justificaban y llevaban a cabo la guerra
santa. Para el hombre moderno, manipulado por el demonio a través de los medios
de comunicación, la Iglesia se había convertido en el paradigma de la
intolerancia, al pretender haber sido fundada por el propio Dios y no por un
hombre de Dios, y al pretender estar en posesión de la plenitud de la verdad.
Por eso creía que había que acabar con la Iglesia a toda costa para, después,
someter al conjunto de las religiones.
Citando
de nuevo al apóstol Juan, el Papa decía en su encíclica: <No es una novedad
el intento de acabar con la Iglesia. El anticristo ha venido muchas veces antes
y lo seguirá haciendo. “Hijos míos –decía San Juan- , estamos en la última
hora, y, como habéis oído, el anticristo viene; y ahora ya han surgido muchos
anticristos; por eso conocemos que es la última hora. Han surgido de entre
nosotros, pero no eran de los nuestros; porque si hubieran sido de los
nuestros, hubieran permanecido con nosotros; pero ha sucedido esto para que se
manifieste que todos éstos no eran de los nuestros” (1 Jn. 2, 18-19). >
También San Pablo advirtió muchas veces de la llegada de este anticristo y de
los últimos tiempos. Aconsejaba que no se perdiera la cabeza y, sobre todo, que
no se perdiera la esperanza: <Que nadie en modo alguno os desoriente. Primero
tiene que llegar la apostasía y aparecer la impiedad en persona, el hombre
destinado a la perdición, el que se enfrentara y se pondrá por encima de todo
lo que se llama Dios o es objeto de culto, hasta instalarse en el templo de
Dios, proclamándose él mismo Dios… “La venida del impío tendrá lugar, por obra
de Satanás, con ostentación de poder, con señales y prodigios falsos, y con
toda la seducción que la injusticia ejerce sobre los que se pierden, en pago de
no haber aceptado el amor de la verdad que los habría salvado. Por eso, Dios
les manda un extravío que los incita a creer en la mentira; así, todos los que
no dieron fe a la verdad y probaron la injusticia serán llamados a juicio” (2
Tes. 2, 3-13).> <Pero –continuaba diciendo el Papa- ni antes ni ahora
podrán con la Iglesia de Cristo, con la Iglesia católica, pues el Señor es más
fuerte que Satanás y que todos sus aliados. La Santísima Virgen, en un gesto
más de su amor maternal, ha querido auxiliarnos apareciéndose a Elisa, a la
cual lloramos y a la cual nos encomendamos, para asegurarnos que esta
persecución es permitida por el plan providente y misericordioso de Dios para
purificar a la Iglesia, pero que no acabará con ella. Mantengamos, pues, la
esperanza. La victoria es nuestra. Tendremos que pagar, ya lo estamos pagando,
un alto precio, pero nuestros enemigos no podrán con nosotros. Agradezco la
fidelidad de todos mis hermanos en el Episcopado, de los sacerdotes religiosos
y religiosas, de los laicos, que en este momento de persecución han demostrado
su fidelidad a Cristo y a mí, su indigno vicario. Agradezco muy especialmente a
los que han derramado ya su sangre por Cristo y a mí, su indigno vicario.
Agradezco muy especialmente a los que están en las cárceles por haber sido
fieles al Señor. No olvidéis las palabras del Maestro: “Cuando empiece a
suceder esto, levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación” (Lc.
21, 28). Mantengámonos unidos, asidos a la mano de María, nuestra Maestra.
Organicemos una red de pequeñas iglesias domésticas donde aprendamos a amar al
Dios que nos ama e intensifiquemos la oración. La noche es oscura, pero el alba
ya no tardará en aparecer. Me despido de vosotros con mi cariñó, mi gratitud y
mi bendición.> La encíclica terminaba pidiendo a todos, obispos, sacerdotes,
religiosas, religiosos y laicos que se consagraran al Inmaculado Corazón de
María y a la Divina Misericordia, dos días después, sábado, a las tres de la
tarde. Ésa era la fecha prevista por X para que se celebrara la Conferencia
Mundial de las Religiones en la que, oficialmente, la Iglesia católica dejaría
de existir. El Papa no lo sabía cuando pidió, como conclusión de la encíclica,
que se hiciera la consagración a María y a Jesús. La Virgen, por supuesto, sí.
El mal tenía que ser vencido a fuerza de bien, de forma que donde abundara el
pecado debía sobreabundar la gracia. Con el mayor sigilo, sin dar siquiera las
luces, mandó el texto al correo electrónico que Enrique del Valle le había dado
a monseñor Loj para esa ocasión. Pocos minutos después, el informático
madrileño, que miraba con frecuencia esa cuenta de correo electrónico , abierta
en un servidor gratuito de mucho uso, recibía la encíclica. Fátima borró, lo
mejor que supo, todas las pruebas y regresó a su oficina. Nadie había notado
nada. O al menos eso creía ella.
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