jueves, 2 de diciembre de 2010

lA VERDAD SOBRE LA IGLESIA


"La Iglesia encierra una realidad misteriosa, un misterio  profundo, inmenso, divino. (...) La Iglesia es el sacramento, el signo sensible de una realidad  escondida, que  es la presencia de Dios entre nosotros" (Homilía durante la misa celebrada en la parroquia de San Pedro Damián, 27 de febrero de 1972:  L´Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de marzo de 1972, p. 4).



La Iglesia, tu Iglesia, mi Iglesia Católica, la de Cristo, vuelve a mirar con esperanza al futuro, tras años de enormes dificultades y el pecado de tantos hijos suyos. «Mediante el poder invencible de la gracia de Cristo, confiado a frágiles ministros humanos -decía el Papa en una multitudinaria misa, celebrada en el Nationals Stadium, de Washington-, la Iglesia renace continuamente y se nos da a cada uno de nosotros la esperanza de un nuevo comienzo. Confiemos en el poder del Espíritu de inspirar conversión, curar cada herida, superar toda división y suscitar vida y libertades nuevas». Benedicto PP. XVI – Washington D.C. USA. 04.2008.-

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AMAR A LA IGLESIA - Pero, ¿qué es amarla? Obedecerla, respetarla, favorecerla, estudiarla, conocerla y propagarla. Estar siempre dispuesto a secundarla como madre y como maestra.

Se la ataca en sus dogmas y en sus derechos, en su cabeza y en sus miembros, en su honra y en su libertad.

Quien no la defiende, no la ama. Quien no defiende su libertad de enseñanza, no la ama. Quien no defiende su derecho a crear organizaciones católicas, no la ama. Quien no defiende la libertad de sus prelados a comunicarse libremente con los fieles, no la ama. Quien no consulta con ella en los asuntos religioso-políticos, no la ama.
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Conocer implica recordar, sin memoria no hay conocimiento, sin conocimiento no hay vida personal. Hemos vivido épocas en las que se ha sobreestimado la memoria, o mejor dicho, se ha confundido el «memorare» con lo mismo que hace un papagayo y también un disco rayado. Y se ha obligado a los niños en la escuela a aprender listas de ríos y de reyes de un modo irritante. En esta época más bien sucede lo contrario, se desprecia la memoria y ya no se somete a un recio aprendizaje, como si no fuera un elemento indispensable para la vida del pensamiento, tanto como para evitar el haber de aprenderlo todo cada día. MMVI

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Pentecostés, principio de la Iglesia
en la misión del Espíritu Santo

En los Hechos de los Apóstoles se encuentra un primer esbozo de una eclesiología católica; así lo admiten en la actualidad incluso los exegetas protestantes, que llaman a San Lucas frdhkatholisch (católico primitivo) y lo critican por esta razón. San Lucas desarrolla su programa eclesiológico en los dos primeros capítulos de los Hechos, especialmente en el relato del día de Pentecostés. Quisiera, pues, presentar en esta conferencia una breve visión general de los elementos principales de la eclesiología, partiendo del relato de Pentecostés tal como se nos transmite en los Hechos.
Pentecostés representa para San Lucas el nacimiento de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. El Espíritu desciende sobre la comunidad de los discípulos -"asiduos y unánimes en la oración"-, reunida «con María, la madre de Jesús» y con los once apóstoles. Podemos decir, por tanto, que la Iglesia comienza con la bajada del Espíritu Santo y que el Espíritu Santo «entra» en una comunidad que ora, que se mantiene unida y cuyo centro son María y los apóstoles.
Cuando meditamos sobre esta sencilla realidad que nos describen los Hechos de los Apóstoles, vamos descubriendo las notas de la Iglesia.

1. La Iglesia es apostólica, «edificada sobre el fundamento de los apóstoles y de los profetas» (/Ef/02/20). La Iglesia no puede vivir sin este vínculo que la une, de una manera viva y concreta, a la corriente ininterrumpida de la sucesión apostólica, firme garante de la fidelidad a la fe de los apóstoles. En este mismo capítulo, en la descripción que nos ofrece de la Iglesia primitiva, San Lucas subraya una vez más esta nota de la Iglesia: «Todos perseveraban en la doctrina de los apóstoles» (2,42). El valor de la perseverancia, del estarse y vivir firmemente anclados en la doctrina de los apóstoles, es también, en la intención del evangelista, una advertencia para la Iglesia de su tiempo -y de todos los tiempos-. Me parece que la traducción oficial de la Conferencia Episcopal Italiana no es suficientemente precisa en este punto: «Eran asiduos en escuchar la enseñanza de los apóstoles». No se trata sólo de un escuchar; se trata del ser mismo de aquella perseverancia profunda y vital con la que la Iglesia se halla insertada, arraigada en la doctrina de los apóstoles; bajo esta luz, la advertencia de Lucas se hace también radical exigencia para la vida personal de los creyentes.¿Se halla mi vida verdaderamente fundada sobre esta doctrina?
¿Confluyen hacia este centro las corrientes de mi existencia? El impresionante discurso de San Pablo a los presbíteros de Efeso (c.20) ahonda todavía más en este elemento de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles». Los presbíteros son los responsables de esta perseverancia; ellos son el quicio de la «perseverancia en la doctrina de los apóstoles», y «perseverar» implica, en este sentido, vincularse a este quicio, obedecer a los presbíteros: «Mirad por vosotros y por todo el rebaño sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que El ha adquirido con su sangre» (20,29). ¿Velamos suficientemente sobre nosotros mismos? ¿Miramos por el rebaño? ¿Pensamos en qué significa realmente que Jesús haya adquirido este rebaño con su sangre? ¿Sabemos valorar el precio que ha pagado Jesús -su propia sangre- para adquirir este rebaño? 

2. Volvamos al relato de Pentecostés. El Espíritu penetra en una comunidad congregada en torno a los apóstoles, una comunidad que perseveraba en la oración. Encontramos aquí la segunda nota de la Iglesia: la Iglesia es santa, y esta santidad no es el resultado de su propia fuerza; esta santidad brota de su conversión al Señor. La Iglesia mira al Señor y de este modo se transforma, haciéndose conforme a la figura de Cristo. «Fijemos firmemente la mirada en el Padre y Creador del universo mundo», escribe San Clemente Romano en su Carta a los Corintios (19,2),
y en otro significativo pasaje de esta misma carta dice: «Mantengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo» (7,4). Fijar la mirada en el Padre, fijar los ojos en la sangre de Cristo: esta perseverancia es la condición esencial de la estabilidad de la
Iglesia, de su fecundidad y de su vida misma.
Este rasgo de la imagen de la Iglesia se repite y profundiza en la descripción que de la Iglesia se hace al final del segundo capítulo de los Hechos: «Eran asiduos -dice San Lucas- en la fracción del pan y en la oración». Al celebrar la Eucaristía, tengamos fijos los ojos en la sangre de Cristo. Comprenderemos así que la celebración de la Eucaristía no ha de limitarse a la esfera de lo puramente litúrgico, sino que ha de constituir el eje de nuestra vida personal. A partir de este eje, nos hacemos «conformes con la imagen de su Hijo» (Rom 8,29). De esta suerte se hace santa la Iglesia, y con la santidad se hace también una. El pensamiento «fijemos la mirada en la sangre de Cristo» lo expresa también San Clemente con estas otras palabras: «Convirtámonos sinceramente a su amor». Fijar la vista en la sangre de Cristo es clavar los ojos en el amor y transformarse en amante.

3. Con estas consideraciones volvemos al acontecimiento de Pentecostés: la comunidad de Pentecostés se mantenía unida en la oración, era «unánime» (4,32). Después de la venida del Espíritu Santo, San Lucas utiliza una expresión todavía más intensa: «La muchedumbre... tenía un corazón y un alma sola» (/Hch/04/32). Con estas palabras, el evangelista indica la razón más profunda de la unión de la comunidad primitiva: la unicidad del corazón. El corazón -dicen los Padres de la Iglesia- es el órgano propulsor del cuerpo, tó egemonikón, según la filosofía estoica. Este órgano esencial, este centro de la vida, no es ya, después de la conversión, el propio querer, el yo particular y aislado de cada uno, que se busca a sí mismo y se hace el centro del mundo. El corazón, este órgano impulsor, es uno y único para todos y en todos: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20), dice San Pablo, expresando el mismo pensamiento, la misma realidad: cuando el centro de la vida está fuera de mí, cuando se abre la cárcel del yo y mi vida comienza a ser participación de la vida de Otro -de Cristo-, cuando esto sucede, entonces se realiza la unidad.
Este punto se halla estrechamente vinculado con los anteriores. La trascendencia, la apertura de la propia vida, exige el camino de la oración, exige no sólo la oración privada, sino también la oración eclesial, es decir, el Sacramento y la Eucaristía, la unión real con Cristo. Y el camino de los sacramentos exige la perseverancia en la doctrina de los apóstoles y la unión con los sucesores de los apóstoles, con Pedro. Pero debe intervenir también otro elemento, el elemento mariano: la unión del corazón, la penetración de la vida de Jesús en la intimidad de la vida cotidiana, del sentimiento, de la voluntad y del entendimiento.

4. El día de Pentecostés manifiesta también la cuarta nota de la Iglesia: la catolicidad. El Espíritu Santo revela su presencia en el don de lenguas; de este modo renueva e invierte el acontecimiento de Babilonia: la soberbia de los hombres que querían ser como Dios y construir la torre babilónica, un puente que alcanzara el cielo, con sus propias fuerzas, a espaldas de Dios. Esta soberbia crea en el mundo las divisiones y los muros que separan. Llevado de la soberbia, el hombre reconoce únicamente su inteligencia, su voluntad y su corazón, y, por ello, ya no es capaz de comprender el lenguaje de los demás ni de escuchar la voz de Dios. El Espíritu Santo, el amor divino, comprende y hace comprender las lenguas, crea unidad en la
diversidad. Y así la Iglesia, ya en su primer día, habla en todas las lenguas, es católica desde el principio. Existe el puente entre cielo y tierra. Este puente es la cruz; el amor del Señor lo ha construido. La construcción de este puente rebasa las posibilidades de la técnica; la voluntad babilónica tenía y tiene que naufragar.
Únicamente el amor encarnado de Dios podía levantar aquel puente. Allí donde el cielo se abre y los ángeles de Dios suben y bajan (Jn 1,51), también los hombres comienzan a comprenderse.
La Iglesia, desde el primer momento de su existencia, es católica, abraza todas las lenguas. Para la idea lucana de Iglesia y, por tanto, para una eclesiología fiel a la Escritura, el prodigio de las lenguas expresa un contenido lleno de significación: la Iglesia universal precede a las Iglesias particulares; la unidad es antes que las partes. La Iglesia universal no consiste en una fusión secundaria de Iglesias locales; la Iglesia universal, católica, alumbra a las Iglesias particulares, las cuales sólo pueden ser Iglesia en comunión con la catolicidad. Por otra parte, la catolicidad exige la numerosidad de lenguas, la conciliación y reunión de las riquezas de la humanidad en el amor del 
Crucificado. La catolicidad, por tanto, no consiste únicamente en
algo exterior, sino que es además una característica interna de la fe personal: creer con la Iglesia de todos los tiempos, de todos los continentes, de todas las culturas, de todas las lenguas. La catolicidad exige la apertura del corazón, como dice San Pablo a los Corintios: «No estáis al estrecho con nosotros...; pues para corresponder de igual modo, como a hijos os hablo; ¡abrid también vuestro corazón!» (2 Cor 6,12-13). «Non angustiamini in nobis... dilatamini et vos!» Este «dilatamini» es el imperativo permanente de la catolicidad. Los apóstoles pudieron realizar la Iglesia católica porque la Iglesia era ya católica en su corazón. Fue la suya una fe católica abierta a todas las lenguas. La Iglesia se hace infecunda cuando falta la catolicidad del corazón, la catolicidad de la fe personal.
El día de Pentecostés anticipa, según San Lucas, la historia entera de la Iglesia. Esta historia es sólo una manifestación del don del Espíritu Santo. La realización del dinamismo del Espíritu, que impulsa a la Iglesia hacia los confines de la tierra y de los tiempos, constituye el contenido central de todos los capítulos de los Hechos de los Apóstoles, donde se nos describe el paso del Evangelio, del mundo de los judíos al mundo de los paganos, de Jerusalén a Roma. En la estructura de este libro, Roma representa el mundo de los paganos, todos aquellos pueblos que se hallan fuera del antiguo pueblo de Dios. Los Hechos terminan con la llegada del Evangelio a Roma, y esto no porque no interesara el final del proceso de San Pablo, sino porque este libro no es un relato novelesco. Con la llegada a Roma, ha alcanzado su meta el camino que se iniciara en Jerusalén; se ha realizado la Iglesia católica, que continúa y sustituye al antiguo pueblo de Dios, el cual tenía su centro en Jerusalén. En este sentido, Roma tiene ya una significación importante en la eclesiología de San Lucas; entra en la idea lucana de la catolicidad de la Iglesia.
Podemos decir así que Roma es el nombre concreto de la catolicidad. El binomio «romano-católico» no expresa una contradicción, como si el nombre de una Iglesia particular, de una ciudad, viniera a limitar e incluso a hacer retroceder la catolicidad.
Roma expresa la fidelidad a los orígenes, a la Iglesia de todos los tiempos y a una Iglesia que habla en todas las lenguas. Este contenido espiritual de Roma es, por tanto, para los que hemos sido llamados hoy a ser esta Roma, la garantía concreta de la catolicidad y un compromiso que exige mucho de nosotros.


Exige:
--una fidelidad decidida y profunda al sucesor de Pedro; un caminar desde el interior hacia una catolicidad cada vez más auténtica, y también, en ocasiones, aceptar con prontitud la condición de los apóstoles tal como la describe San Pablo: «Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros nos ha asignado el último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo... como desecho del mundo, como estropajo de todos» (1 Cor 4,9.13). El sentimiento antirromano es,
por una parte, el resultado de los pecados, debilidades y errores de los hombres, y, en este sentido, ha de motivar un examen de conciencia constante y suscitar una profunda y sincera humildad; por otra parte, este sentimiento corresponde a una existencia verdaderamente apostólica, y es así motivo de gran consolación.
Conocemos las palabras del Señor: «¡Ay cuando todos los hombres dijeren bien de vosotros, porque así hicieron sus padres con los profetas!» (Lc 6,26).
Nos vienen a la memoria también las palabras que San Pablo escribió a los Corintios: «¿Ya estáis llenos? ¿Ya estáis ricos?» (1 Cor 4,8). El ministerio apostólico no se compadece con esta saciedad, con una alabanza engañosa, a costa de la verdad. Sería renegar de la cruz del Señor.
En resumen: la eclesiología de San Lucas es, como hemos visto, una eclesiología pneumatológica y, por ello mismo, plenamente cristológica; una eclesiología espiritual y, al mismo tiempo, concreta, incluso jurídica; una eclesiología litúrgica y personal, ascética. Es relativamente fácil comprender con la mente esta síntesis de San Lucas; pero es tarea de toda una vida el compromiso de vivir cada vez con más intensidad esta síntesis y llegar a ser de este modo realmente católico. 
JOSEPH Ratzinger - EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR - MADRID-1990.Págs. 149-155

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S. S. BENEDICTO XVI-2005.04- 265º sucesor de San Pedro


El origen de la Iglesia 

APÓSTOL / DOCE / ORIGEN / PUEBLO DE DIOS
De entre las muchas y complicadas cuestiones relacionadas con el problema de la fundación de la Iglesia por Jesús, sólo cabe destacar aquí una pequeña sección. Aquélla precisamente que esclarece el núcleo del pensamiento eclesial de Jesús. Que Jesús quiso ser más que un propagandista de una nueva moralidad, que por lo demás no sería obligatoria y quedaría al capricho del individuo; que quiso más bien una nueva comunidad religiosa, un pueblo nuevo, lo expresó él mismo con un gesto único y sencillo, que Marcos formula así: «Llamó a los que quiso... y designó a
doce...» (Mc 3,13s). Mucho antes de que existiera el nombre de "apóstol" (sólo apareció sin duda después de la resurrección), ya existía la comunidad de los doce, cuyo nombre esencial era cabalmente ser «los Doce». Toda la importancia que se daba precisamente a ese número de doce, se mostró bien a las claras después de la traición de Judas: los apóstoles (bajo la dirección de Pedro) consideraron como su primer deber restablecer el número perdido de doce (Act 1,15-26) Da hecho, ese número era cualquier cosa menos indiferente o casual. Israel seguía considerándose como el pueblo de las doce tribus, que esperaba para la era mesiánica de salvación el restablecimiento precisamente de las doce tribus de Israel, que habían nacido un día de los doce hijos de Jacob-Israel. Al "designar a doce", Jesús se confesaba como el nuevo Jacob (cf. también Jn 1,51; 4,12ss), que ponía ahora el fundamento del nuevo Israel, del nuevo pueblo de Dios, que había de nacer de estos doce nuevos patriarcas para formar el verdadero pueblo de las doce tribus en virtud de la palabra
de Dios; y a esos hombres se les confiaba el esparcir su semilla. Así, en el fondo, toda la acción de Jesús en el círculo de los doce era al propio tiempo obra de fundación de la Iglesia, en cuanto toda estaba dirigida a capacitarlos para ser padres espirituales del nuevo pueblo de Dios. Más aún, se ha hecho notar que en la autodesignación de Jesús como "Hijo del hombre" vibra siempre el factor fundacional, porque, desde su origen en Dan 7, es palabra simbólica para designar al pueblo de Dios de los últimos tiempos. Al aplicársela Jesús a sí mismo, se designa implícitamente como creador y señor de este nuevo pueblo, con lo que toda su existencia aparece referida a la Iglesia (Kattenbusch). Pero hay naturalmente
ciertos momentos en su vida en que gravita con mayor fuerza su intención de fundar la Iglesia. Tales momentos son la colación del poder de atar y desatar a Pedro (Mt 16,18s y Jn 21,15-17) y a los apóstoles (Mt 18,18), y más todavía la última cena.
Sabios como A. Schlatter, T. Schmidt, F. Kattenbusch, K.H. Schelkle han mostrado que la última cena debe concebirse como el verdadero acto fundacional de la Iglesia por parte de Jesús. Cierto que precedieron la vocación de los doce y el primado de Pedro; ni una ni otra cosa se suprimen en la cena, sino que se dan por supuestas y ambas cobran con la cena su propio y verdadero sentido. Porque sólo con la cena
da Jesús a su futura comunidad un punto específico de apoyo, un acontecimiento aparte, que sólo a ella le conviene, la destaca de manera inconfundible de toda otra comunidad religiosa y la reúne con sus miembros y con su Señor para formar una nueva comunidad. Pero aquí es sobre todo instructivo el estrecho contexto con la pascua judía. Si la última cena de Jesús fue una comida pascual o si, al tiempo
que se sacrificaban los corderos pascuales, se estaba él desangrando sobre la cruz, no lo sabemos con certeza. En todo caso se da un estrecho nexo con la pascua judía: o insertó Jesús su nueva comida en la antigua comida pascual y así declara su comida como verdadera pascua, o murió en la hora misma en que corría en el templo la sangre de los corderos pascuales, y demostraba así ser el nuevo y
verdadero cordero pascual (cf. Jn 19,36 y Éx 12,46; lCor 5,7).


Jesús tentado por el demonio... fuera de Jerusalén

ISRAEL: Ahora bien, la primera noche pascual fue la verdadera hora del nacimiento del pueblo de Israel. Fue la noche en que el ángel de Dios exterminó a los primogénitos de los egipcios y perdonó a los hijos de Israel, los dinteles de cuyas casas estaban marcados con la sangre del cordero (Ex 11-12). Ello acabó por dar al pueblo esclavizado de Israel la libertad de salir de Egipto y convertirse en un verdadero pueblo. Si, pues, Israel celebraba año tras año la pascua, pensaba en su nacimiento como pueblo que le fue dado en aquella noche. La pascua era más que un mero recuerdo; seguía siendo el hontanar del que vivía Israel y lograba su unidad como pueblo de Dios. Israel seguía sintiéndose afirmado sobre el acontecimiento pascual, para recibir de él su renovada fundación. En la fiesta de pascua vuelve a reunirse todo el pueblo de Israel, disperso por todo el mundo y en el templo único de este pueblo para encontrarse aquí, en este lugar único de culto, con su Dios y sentir así el centro de su unidad. «El culto es en el antiguo Israel un acto creador, en que se hace presente la redención histórica y escatológica e Israel es creado de nuevo como pueblo de Dios» (N.A. DAHL, Das Volk Gottes, Oslo 1941, 722). 



Católico de la Iglesia china perseguida, feliz con la llegada de S.S. Benedicto XVI- 2005.04

PUEBLO Y UNIDAD - Y ahora podemos reflexionar: Cristo se entiende a sí mismo como el nuevo y verdadero cordero pascual, que muere vicariamente por todo el mundo e instituye la comida en que se come su carne y se bebe su sangre en verdadera y definitiva comida pascual. Esto significa que a esta comida le conviene ahora el sentido que antaño fue característico de la celebración de la pascua judía. Así, resulta que esta comida aparece como el origen de un nuevo Israel y centro permanente del mismo. Como el antiguo Israel veneró un día en su templo su centro y la garantía de su unidad y en la celebración común de la pascua realizó de manera viva esta unidad, así ahora la nueva comida será el vínculo de unidad de un nuevo pueblo de Dios. Éste no necesita ya el centro local de un templo exterior, porque en esta comida ha encontrado una unidad interior mucho más profunda: con su cena el Señor único está personalmente entre ellos, dondequiera que se encuentren; todos comen de un Señor, dentro del cual se funden por esa comida: el cuerpo del Señor, que es centro de la comida del Señor, es el nuevo templo único, que aúna a los cristianos de todos los lugares y tiempos con unidad mucho más real de lo que pudiera hacerlo un templo de piedra. Así, de esta nueva pascua cabe decir de manera más eficaz y real lo que ya se dijo de la antigua: que no sólo fue fuente y centro del pueblo de Dios, sino que lo es y lo será siempre.
TEMPLO: Aquí hay que recordar todavía otra serie de ideas, que pueden esclarecer aún más todo el problema. Mateo y Marcos, lo mismo que Juan, transmiten (aunque en contextos distintos) una palabra de Jesús según la cual reedificaría en tres días el templo destruido sustituyéndolo por otro mejor (Mc 14,58 y Mt 26,61; Mc 15,29 y Mt 27,40; Jn 2,19; cf. Mc 11,15-19 par; Mt 12,6). Tanto en los sinópticos como en Juan, es evidente que el nuevo templo «no hecho por mano de hombre» es el cuerpo glorificado de Jesús. Por eso, según todo lo dicho, el sentido de la frase completa sólo puede ser éste: Jesús anuncia la ruina del antiguo culto y, con él, del antiguo pueblo elegido y de la antigua economía mientras promete un culto nuevo y superior, cuyo centro será su propio cuerpo glorificado. Partiendo de aquí cobra también su sentido exacto el relato de que a la muerte de Jesús se rasgó el velo del Sancta sanctorum (/Mc/15/38:/Mt/27/51:/Lc/23/45). En este rasgarse se cumple simbólicamente de antemano la ruina del antiguo templo. El Sancta sanctorum, cuyo velo se rasga, deja de ser lugar de la presencia de Dio, el templo ha perdido su corazón, y el culto, que todavía se celebra en él por algún tiempo, se convierte así en un gesto vacío. Con la muerte de Jesús el templo antiguo y, por ende, el culto y el pueblo cuyo centro era, pierde toda su legitimidad, porque ahora ha nacido el nuevo culto y el nuevo pueblo cultual, cuyo centro es el nuevo templo: el cuerpo glorificado de Jesús, que representa ahora el lugar de la presencia de Dios entre los hombres y su nuevo centro de culto.
Resumiendo, puede decirse que Jesús creó una "Iglesia", es decir, una nueva comunidad visible de salvación. Jesús la entiende como un nuevo Israel, como un nuevo pueblo de Dios que tiene su centro en la celebración de la cena, en la que ha nacido y en la cual encuentra su centro permanente de vida. O dicho de otra manera: el nuevo pueblo de Dios es pueblo que nace del cuerpo de Cristo.


SANTIDAD Y PECADO EN LA IGLESIA

1. SANTA - PECADORA:
El Antiguo Testamento era alianza de Dios, se fundaba en la promesa y elección divinas. Su templo, su sacerdocio, su culto emanaban de institución divina, su derecho era derecho divino y su realeza tenía promesa de perpetuidad. ¿Se puede atacar un culto que Dios ha instituido? ¿Cabe rebelarse contra un sacerdocio que es iuris divini? ¿Puede predecirse el fin de una institución que tiene de Dios promesa de perpetuidad? Cristo lo hizo. Cristo predijo el fin del templo y lo realizó anticipadamente por una acción profética simbólica, pues tal fue evidentemente el
sentido de la expulsión de los mercaderes del templo, a la que se unió el anuncio del nuevo templo, no construido por mano de hombres (/Mc/11/11-19 par.; Mc 14,58, 15,29s par; Jn 2,19). Los cristianos raras veces se imaginan lo enorme de este acto; para ellos la antigua alianza es cabalmente alianza antigua, que pasaría a su debido tiempo a la nueva alianza. Pero la cosa no es tan evidente. Mientras subsistió, la alianza era alianza, no antigua alianza; la única alianza que Dios había concluido en este mundo. Que un día se hiciera y hasta tuviera que hacerse antigua, no era
cosa en manera alguna clara y menos aún cuando las promesas proféticas de una nueva alianza (Jer 31,31ss) -que por lo demás no ocupaban el primer plano de la conciencia de Israel- se habían hecho con pleno sentido escatológico, con miras al mundo venidero de la paz de Dios (Is 11). En este eón, la thora era palabra de Dios; y el culto del templo, de ordenación divina. Atacarlo tenía que parecer a la conciencia de Israel lo que parecería al cristiano un ataque a la ordenación sacramental de la
cristiandad.




PERSECUCIÓN PROFETA/ QUÉ-ES: Sin embargo, había una diferencia a la que puede llevarnos la siguiente reflexión. Junto al templo y su sacerdocio oficial hereditario estuvieron desde el principio los profetas que Dios llamaba por libre elección. Junto a la institución, al culto y a la ley, estuvo desde el principio la palabra libre que Dios se había reservado en Israel, la palabra de los profetas. La trágica figura del profeta Jeremías, que una y otra vez fue encarcelado como hereje, atormentado como rebelde contra la palabra y la ley de Dios, perseguido y condenado a muerte, que finalmente acabó en el oscuro anonimato como deportado, hizo ver como nadie a la posteridad, la esencia y la enorme carga de la misión profética. El sentido de la profecía no consiste en realidad tanto en determinadas predicciones, cuanto cabalmente en la protesta profética: la protesta contra la suficiencia de las instituciones, que sustituyen la moral por el rito y la conversión por las ceremonias (cf. por ejemplo, Is 58) 3. El profeta es el testigo de Dios que, contra la interpretación arbitraria de la palabra divina por los hombres, contra la oculta y abierta tergiversación del llamamiento divino en coraza del amor propio, establece el poder propio de Dios y defiende la palabra de Dios contra los hombres.
Así, pues, en el Antiguo Testamento se dio una crítica, atacada y rechazada por el elemento oficial, pero reconocida a la postre una y otra vez como verdadera voz de Dios; crítica que podía subir de punto hasta extremos insospechados, hasta designar al impío rey de Babilonia, que destruye el templo, como "siervo de Dios" (/Jr/25/09), con lo que la destrucción del templo, centro y corazón de Israel, aparece ya francamente como «servicio de Dios» frente al culto divino, harto complacido en sí mismo, que se realizaba en el interior del templo.
El primer gran ensayo de una teología cristiana, el discurso del diácono Esteban en /Hch/07/01-53, continúa esta línea; este discurso hace ver efectivamente que Dios no está de parte de la institución, sino del lado de los que sufren y son perseguidos a lo largo de toda la historia, y demuestra la legitimidad de Jesucristo cabalmente por insertarlo en la línea de los perseguidos, en la línea de los profetas. Cabalmente el hecho de que le rechazaran los jerarcas y hubiera de sufrir por razón de la palabra, testifica, según Esteban, que fue profeta y cumplimiento de los profetas. En
realidad, pudiera decirse, historia en mano, que Jesús no es propiamente el cumplimiento de los profetas porque en él se cumplieran unas predicciones aisladas, sino más bien porque vivió hasta el fin la línea espiritual profética, la línea por lo cual es rechazado el orgullo de las instituciones sacerdotales. Porque, en lugar de los sacrificios del templo puso definitivamente y para siempre su propio cuerpo, la entrega de sí mismo (Hb/10ss siguiendo el Sal 40 transido de espiritualidad profética) y así destruyó verdaderamente el templo (Jn 2,19).
Puede percibirse otro eco, aun cuando ya muy atenuado, de esta teología harto poco considerada del discurso de Esteban, cuando los padres de la Iglesia ven en las palabras de Mal 1, 10s una predicción profética del sacrificio de la misa. Esas palabras que predicen una oblación pura desde la salida del sol hasta su puesta, se sitúan al final de la profecía en Israel, como último crepúsculo de la gran crítica profética contra el culto de siglos anteriores y recogiendo esa misma crítica. En este sentido, el fondo de tales palabras no puede separarse de la corriente profética de que nacieron. Pertenecen a la línea profética, que corre por decirlo así como contra-tema junto a los sacrificios del templo en la doble gran fuga del Antiguo Testamento, rompiendo una y otra vez el molde ceremonial, para reclamar al hombre mismo en lugar del rito, su obediencia, su corazón. Es la línea en que el Antiguo Testamento se sobrepasa a sí mismo, se abre a lo nuevo y mayor que él. Así, pues. decir que en el sacrificio de la Iglesia que viene de Cristo, se cumple Mal 1,10s, significa en el
fondo afirmar que en la muerte de Cristo no solo se cumple el "typos", la verdadera significación de los sacrificios del templo, sino que, en su sentido más profundo, significa cabalmente la conclusión de la línea profética.
Con ello, sin embargo, hemos llegado al Nuevo Testamento y a plantearnos la cuestión: ¿Pasa aquí exactamente lo mismo? ¿Está también aquí la verdad del lado de los que sufren, del lado de los marcados a fuego y rechazados por los representantes del ministerio oficial? De hecho, Heinrich Hermelink ha intentado,
partiendo de ahí, hacer comprender la esencia de la reforma protestante y del cristianismo inspirado en ella. Por una parte, estaría el hecho de la encarnación del Verbo de Dios en la historia, que por su encarnación correría peligro de turbación y
falseamiento. Así, Dios cuidaría de la pureza de su palabra por la resistencia profética, que desencadena y pone en movimiento el Señor de la historia misma contra todas las vinculaciones demasiado estrechas de su palabra a potencias terrenas y formas profanas de existencia. «Hacer comprender no sólo intelectual,
sino también religiosamente a nuestros hermanos católicos esta actitud de protesta que nos apremia e íntimamente nos inquieta desde Lutero, es nuestra verdadera tarea en el coloquio con ellos».

DENUNCIA / PROFÉTICA - Por muy luminoso que por de pronto aparezca parejo razonamiento, se pasan por alto, sin embargo, dos cosas, al deducir de la idea de protesta profética el derecho a una existencia cristiana fuera de la Iglesia. En primer lugar, se desconoce que los profetas de Israel a los que apela Hermelink,
permanecieron profetas en Israel, sufrieron allí hasta el fin su dolor y así, como pacientes, vinieron a ser testigos o «mártires» de Dios. Y Jesús mismo realizó su misión como misión en Israel: «No vayáis a las naciones ni piséis la provincia de Samaría; marchad antes bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 10,5s);
reconoció, a pesar de todo, la autoridad de los maestros de Israel.
Los escribas y fariseos se sientan en la cátedra de Moisés: "Cuantas cosas, pues, os dijere, guardadlas y hacedlas, pero no hagáis conforme a sus obras; porque dicen y no hacen» (/Mt/23/02-03). La primera predicación apostólica y la predicación
del apóstol Pablo comienzan a su vez como predicación a Israel y en Israel; sólo tras grave lucha se atreven los apóstoles, y por decisión de toda la Iglesia (Act 15,6-29), a llevar a cabo el paso a los gentiles e iniciar así aquel giro de la historia sagrada, que entraña el término de la antigua alianza y el comienzo de la Iglesia.
Siempre fue firme persuasión que ningún hombre podía haberse atrevido a pareja separación, sino que solo la nueva acción de Dios en Jesucristo podía justificarla; sin embargo, cuán profundamente hubo de sufrir la primera generación cristiana bajo
esta separación, puede leerse en Rom 9-11 mejor que en ningún otro texto.




ALIANZA-NUEVA: Con ello hemos tocado también ya el segundo punto: por la separación de los creyentes en Cristo de la comunión con Israel les aparece claro que la anterior alianza de Dios era "alianza antigua"; sólo ahora se califica de tal. Juntamente se abre paso la conciencia de que en la Iglesia de Jesucristo, contra toda expectación, ya ahora, en medio de este tiempo, se realiza la alianza escatológica de Dios prometida por los profetas, la alianza definitiva e inmutable de Dios con los hombres, que no podrá envejecer nunca. Así se impone a par la pregunta: ¿Por qué pudo hacerse vieja la antigua alianza y qué hace nueva a la "nueva", es decir, definitiva e irrevocable? La respuesta había sido fácil hasta
aquí: La "antigua alianza" era la alianza para el tiempo presente, la "nueva alianza" fue esperada para el otro eón. Pero puesto que la segunda alianza había comenzado ya en esta historia, la cuestión se planteó de manera enteramente nueva.

ALIANZA/MORAL: Pablo bosquejó claramente los elementos fundamentales de una respuesta en el capítulo cuarto de la carta a los Romanos. Según él, puede decirse que la alianza con Israel es condicional y esto constituye su esencia de "alianza antigua"; la nueva alianza es absoluta, incondicional, y esto constituye su esencia de alianza nueva. Ello quiere decir que Israel es recibido bajo la condición «de que cumpláis la ley», "que hagáis todo lo que está escrito en las obras de Moisés" (cf. por ejemplo Dt 11,22-31; 28). Ambas partes contraen en esta alianza una obligación: Yahveh quiere salvar a Israel, si Israel cumple por su parte la ley. La alianza está, pues, ligada a la condición de la moralidad humana. De ahí procede en su sentido más profundo la función de los profetas: tienen que remachar una y otra vez esta
condición y advertir que toda la gloria del culto no vale para nada, si no se cumple la condición entera, es decir, si no se cumple toda la ley. Esto no sucedió nunca ni nunca sucederá, porque ningún hombre es enteramente bueno. Si la salud espiritual depende únicamente de la moralidad humana como condición estricta, no hay salvación para el hombre (/Rm/04/14). Por todo ello, en el Antiguo Testamento queda sin solución el drama de la humanidad. No consta que no acabe simplemente como tragedia, con estridente disonancia, con la reprobación de todos los hombres.

I/ALIANZA ALIANZA/I Pero el Nuevo Testamento significa que Dios mismo se hace hombre y que, por amor del hombre Jesucristo, recibe a la humanidad que cree en Jesucristo. Con ello el drama de la historia universal se decide definitivamente en sentido afirmativo. Dios concluye una nueva, y esta vez absoluta, alianza: la Iglesia, como nuevo pueblo de Dios, no es recibida condicionalmente por Dios, como el antiguo Israel, sino absolutamente; su recepción y no repulsa no se apoya ya en el
modo siempre condicionado de la moralidad humana, sino en el modo absoluto de la obra salvadora y de la gracia de Jesucristo (Rom 4,16). La Iglesia no se apoya, como Israel, en la moralidad de los hombres, sino en la gracia que se da contra la moralidad de los hombres, en la humanación de Dios. Estriba en un «no obstante», en el no obstante de la gracia divina, que no se encadena a condición alguna, sino que se ha decidido definitivamente por salvar a los hombres. Por esta razón cabe decir que, en contraste con la comunidad de la antigua alianza, la Iglesia no es ya condicional, sino absoluta, pues estriba en el carácter absoluto de Dios. En este sentido, por su raíz que es Jesucristo, es irrechazable, es para siempre Iglesia «santa»; santa, por el no obstante inderogable de la gracia divina. Por eso, no
puede tener lugar una crítica profética en el sentido antiguo de que pudiera anunciar el fin de la Iglesia, una repetida transformación en una alianza "antigua"; tal crítica no es ya posible con ese radicalismo extremo, porque no se da ya como tal el modo condicional en que podría cebarse. En su núcleo, la Iglesia representa el no obstante de la gracia divina y, por ende, algo absoluto: la definitiva voluntad salvadora de Dios. Por eso, como presencia concreta de este no obstante divino, es ella misma
absoluta en el mundo, santa e insuprimible por esencia. Es el auténtico lugar de la acción salvadora de Dios, junto al cual no puede el hombre buscarse una vez más un lugar propio, superior o mejor.
Con ello se dibuja ya con toda claridad la respuesta a la pregunta de que hemos partido. Podemos decir que la Iglesia es el lugar definitivo, insuperable de la acción salvadora de Dios sobre el hombre. En este sentido, el hombre no puede procurarse ya otro lugar fuera o por encima de la Iglesia, debe dar en la Iglesia su testimonio de Dios y en este testimonio entra también el Credo ecclesiam: creo que Dios obra por esta Iglesia la salud eterna del mundo. Pero este carácter definitivo e insuperable de la Iglesia se funda en la humanación del Verbo divino, que es la realización concreta del «no obstante» de la gracia. Dicho de otro modo: la Iglesia es el testimonio constante de que Dios salva a los hombres, aunque éstos son pecadores. Por eso, por venir la Iglesia de la gracia, entra también en su ser que los hombres que la forman sean pecadores.
Los santos padres expresaron este hecho con la imagen audaz de la "casta-meretrix": por su propio origen histórico, la Iglesia es «ramera», procede de la Babilonia de este mundo; pero Cristo Señor la lavó y la convirtió de «ramera» en esposa. Urs von Balthasar ha hecho ver en penetrantes análisis que esto no es únicamente afirmación histórica, en el sentido de que antes fuera impura y ahora es pura, sino que se designa así la permanente tensión existencial de la Iglesia. La Iglesia vive perpetuamente del perdón, que la transforma de ramera en esposa; la Iglesia de todas las generaciones es Iglesia por gracia, a la que Dios llama continuamente de Babilonia, donde, de suyo, habitan los hombres (H.U. v. BALTHASAR, Casta meretrix, en Sponsa Verbi, Einsiedeln 1961, 203-305, part.
218ss 238s; 276; cf. K. RAHNER, Die Kirche der Sünder, Viena 1948).
Lo mismo se ve si iluminamos en su verdadera profundidad el misterio fundamental de la encarnación, el misterio en que la Palabra se hizo hombre. Nos hemos acostumbrado a mirar la encarnación como el fundamento y justificación de las instituciones de la Iglesia, en que se continuaría la encarnación de Dios, su entrada en las formas de este mundo. En ello hay mucho de exacto, pero es una visión unilateral e insuficiente, si no se añade como tesis segunda que la encarnación no significa en el cristianismo nada acabado. El misterio de Cristo es un misterio de la cruz; la encarnación no hace sino comenzar aquel camino, que llega con la cruz a su verdadero punto culminante. En la teología de la encarnación entra necesariamente la teología de la cruz, y la una carecería de sentido sin la otra. Ello quiere decir que para llegar a su verdadero cumplimiento, todas las instituciones terrenas han de pasar por la cruz, toda forma terrena es provisional. Dicho de otra manera, es ciertamente falso declarar de nuevo a la Iglesia algo así como una «antigua alianza», retrayéndose a una superioridad de protesta, apelando contra ella a una palabra que en realidad no puede darse sin ella. Pero es igualmente falso presentar la encarnación como la totalidad y, por tanto, como el fin; presentar así la Iglesia como Reino de Dios ya consumado, negar prácticamente su gran futuro escatológico, su transformación en el juicio final, y presentarla ya en este mundo como sin mácula y por encima de toda crítica. No, su misterio divino es administrado por hombres y estos hombres, que no han llegado todavía al fin, son la Iglesia.
El «no obstante» de la gracia divina, que lleva en sí el misterio precioso de lo definitivo, no ha hallado todavía su forma definitiva, sino que está ligado al signo de la cruz, ligado a hombres que necesitan de la cruz para llegar así a la gloria. No sería un "no obstante", si los hombres que tiene por objeto y entre los cuales está presente, no fueran pecadores que necesitan de la crítica y de la crisis de la cruz. Precisamente lo absoluto de la gracia incluye la insuficiencia y capacidad de crítica de los hombres a que está referido. Ahora bien, digámoslo una vez más, estos hombres son la Iglesia, que no puede separarse simplemente y sin más ni más de ellos, como si fuera una realidad propia, algo puramente objetivo por detrás o más allá de los hombres, siendo así que ella vive en los hombres, aun cuando los transcienda por el misterio de la misericordia divina que ella les lleva. En este sentido, la santa Iglesia permanece en este mundo siendo Iglesia pecadora, que ora constantemente como Iglesia: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Así se lo predicó san ·Agustín-san a sus fieles: «Los santos mismos no están libres de pecados diarios. La Iglesia entera dice: Perdónanos nuestros pecados. Tiene, pues, manchas y arrugas (Ef 5,27). Pero por la confesión se alisan las arrugas, por la confesión se lavan las manchas. La Iglesia está en oración para
ser purificada por la confesión, y estará así mientras vivieren hombres sobre la tierra» (Sermo 181, 5,7 en PL 38, 982). 
JOSEPH Ratzinger - EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA, ESPAÑA- 1972.Págs. 278-285

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IGLESIA SANTA - SANTA - PECADORA:
EI Nuevo Testamento no habla de la Iglesia pecadora. En lugar del antiguo pueblo de Dios que se hizo pecador, conoce la nueva y definitiva esposa, que Cristo purificó para sí en el baño del agua como esposa sin mácula ni arrugas (cf. Ef 5,27). La tarea de aceptar, primero de hecho y luego también teológicamente, que pese a todo la nueva esposa tiene máculas y arrugas, y que el nuevo pueblo de Dios es una Iglesia de pecadores y hasta quizá "Iglesia pecadora", requirió un proceso de siglos y corre en gran parte pareja con el proceso de demolición de la expectación escatológica. Contra esta afirmación no cabe tampoco referirse a las cartas del Apocalipsis, que no llaman efectivamente pecadora a la Iglesia, sino que por lo contrario prevén la expulsión de la Iglesia de las comunidades pecadoras, hecho en que a la verdad se dibuja claramente el punto de partida de la ulterior evolución.
Pero a ello se añade un hecho que repugna aún mucho más a nuestro actual gusto teológico. Mientras el Nuevo Testamento no habla de la Iglesia pecadora, conoce desde luego algo así como una identificación de Cristo y la Iglesia.

El carácter dinámico de esta unidad 

Podremos decir que Cristo y la Iglesia son uno solo a la manera como marido y mujer forman juntos un cuerpo por la comunidad matrimonial. Pero, al afirmar esto, se ve claro que la unidad que Pablo percibía en la expresión de "soma Jristou" (cuerpo de Cristo) no representa una unidad de identificación, sino de unión
dinámica.
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La unión dinámica, de que aquí se habla, entraña dos referencias desiguales. Está primeramente la entrega de Cristo a la Iglesia. Este lado de la referencia, el lado de Cristo, es definitivo e indestructible. El contenido cabalmente del «Evangelio» es que ahora, contra la inmoralidad e iniquidad de los hombres, que no pueden cumplir la ley, aparece el «no obstante» de la gracia divina que, a pesar del pecado y a pesar de la inobservancia de la ley, simplemente «por gracia», salva al hombre y lo introduce en una alianza, que no está ya en el modo condicional: «Si hacéis esto, recibiréis», sino en el modo absoluto de la misericordia divina. En este sentido, pertenece al núcleo del Evangelio que la entrega de Cristo a la Iglesia es definitiva e irrevocable. Como hemos dicho, lo específico del Nuevo Testamento, su novedad frente al «Antiguo», radica en situarse en lo absoluto de la misericordia divina
irrevocable y nunca más retraíble, que hace definitiva esta nueva alianza, la cual a su vez no caducará más ni «envejecerá». La nueva vid no será ya arrancada como la antigua porque, enraizada en Cristo, es para siempre la viña santa de Dios.
Pero ahora hay que considerar también el otro lado de la relación Cristo-Iglesia, la entrega de la Iglesia a Cristo. Esta entrega está sujeta a la tentación, es fragmentaria y está ensombrecida por el misterio de la infidelidad. En el entrecruzamiento y unión de estas dos relaciones desiguales dentro de la relación única, que describimos con la palabra «un cuerpo», radica el verdadero misterio de la Iglesia en el tiempo. Y en el hecho de que en esta relación única se dan la mano y entrecruzan las dos relaciones opuestas, se funda también el que la Iglesia sea ya nueva alianza y no sea todavía Reino de Dios; lo que en la perspectiva profética parece ser una sola cosa, diverge ampliamente en la historia; la visión de la nueva alianza, tal como se proyecta en los profetas, no está cumplida. Los padres
expresaron este hecho en la tríada de sombra-imagen-realidad. La Iglesia no es ya para ellos mera «sombra», como el Antiguo Testamento, pero tampoco es aún realidad, plenitud de la promesa, sino imagen, «intermedio», en que se da ya lo nuevo, se goza ya de lo definitivo de la unión irrevocable, pero imperan todavía la infidelidad y la apostasía permanentes, de suerte que la unión impenetrable de ambas constituye la verdadera figura de la Iglesia en este período intermedio.

Reforma católica y reforma protestante 
Demos un paso más. En el entrecruzamiento de ambas relaciones desiguales, que representan, sin embargo, en unidad paradójica, la única relación Cristo-Iglesia, se funda también el peculiar flanco débil que presenta el predicado de «santa», dicho de la Iglesia. Por razón de la entrega del Señor que nunca le falta, la Iglesia es siempre la por Él santificada, en que se hace presente entre los hombres la santidad del Señor. Pero es de hecho la santidad del Señor, que se hace presente y que una y otra vez se escoge para vaso de su presencia, en paradoja de amor, precisamente las manos sucias de los hombres. Es santidad que irradia como santidad de Cristo en medio del pecado de la Iglesia. En la simultaneidad y unidad de ambas relaciones radica, finalmente, el origen de la mala inteligencia de la Iglesia y partiendo de ahí se decide luego qué se entienda por reforma católica o protestante de la misma. Se da por una parte la posibilidad de ver, en un estrechamiento cristológico, únicamente el aspecto de Cristo en la relación Cristo-Iglesia, y llegar así a una teología de la pura identidad y a una lisa "theologia gloriae", en que la Iglesia se entiende a sí misma exactamente como el Reino de Dios ya presente y con ello niega, en el fondo, su futuro escatológico; se torna virgen necia, que consume ya ahora el aceite de sus lámparas para iluminar por decirlo así su propia fiesta, en lugar de tenerlas a punto para cuando el Señor venga a las bodas. Sin género de duda, éste es el peligro católico, como se puso de manifiesto en el período de entreguerras con el conocido libro de Ansgar Vonier: Mystery of the Church (Londres 1952).
Desde este punto de vista, el peligro católico pudiera también describirse como la anticipación del eskhaton, al entenderse a sí misma la Iglesia como el Reino de Dios ya establecido, con lo quo queda prácticamente eliminado el pensamiento de la renovación, el temblor por la condición pecadora de la Iglesia. A decir verdad, existe también el peligro de una mala inteligencia inversa, partiendo única y exclusivamente del ingrediente inferior, la infidelidad de la Iglesia, y llevando a cabo consecuentemente una reforma que rompe con la Iglesia concreta, a la que se mira luego como anticristo, como si estuviera en total apostasía. Es claro, a su vez, que esto representa el peligro de la cristiandad protestante y de su teología que, allí donde la Iglesia católica se antepone por decirlo así al eskhaton, reduce y desplaza en sentido opuesto el concepto de Iglesia al Antiguo Testamento. Un concepto
acristológico de pueblo de Dios desconoce lo novotestamentario en la Iglesia y reduce el concepto de ésta a su ingrediente veterotestamentario. Paréceme importante advertir que el concepto de pueblo de Dios por sí solo no expresa nunca la totalidad de la idea novotestamentaria de Iglesia; ese concepto significa siempre en el Nuevo Testamento el elemento veterotestamentario de la Iglesia, su continuidad con Israel. Su especificación novotestamentaria sólo la recibe ahora, con la máxima claridad, en la idea de cuerpo de Cristo. Así podría decirse que la fe protestante conoce, desde luego, una certidumbre de salvación del creyente particular, pero no una certidumbre de salvación de la Iglesia. La fe católica, por lo contrario, conoce una certidumbre de salud de la Iglesia, pero no una certidumbre de salud del individuo. La fe protestante está persuadida de que mi fe me da la certeza de que la gracia se ha pronunciado ya como última palabra para mí y sobre mí. A mi parecer, aquí se da, sobre el plano del individuo, la misma eliminación de la escatología que hemos encontrado antes en el concepto católico de Iglesia, de signo triunfalista, sobre el plano de la Iglesia en general. El eskhaton ha sido llevado a una actualidad adialéctica. Pero así resulta el peculiar entrecruzamiento de que, por una parte, la Iglesia es retrotraída al estado del Antiguo Testamento y, por otra, el individuo se anticipa al estado de eskhaton, y desaparece el espacio intermedio, que caracteriza el tiempo de la Iglesia, la región de la «imagen» entre la sombra y la realidad.




Incorporación a la Iglesia y su santidad
Quisiera esclarecer todo esto desde otro punto de vista. En las declaraciones del Concilio sobre la incorporación a la Iglesia se encuentra una fórmula de considerable importancia que a causa de la controversia en torno a los aspectos tradicionales de la cuestión, apenas si ha sido valorada hasta ahora. Aquí se lleva a cabo un retroceso tras siglos de tradición teológica, a la que correspondería plantear de nuevo por ambos lados el problema de la santidad y de la renovación. Surge por sí misma la cuestión sobre los límites de la institución, sobre la diferencia parcial entre institución e Iglesia en sentido propiamente teológico, y recibe nuevas perspectivas, de forma que pudiera resultar una tarea para ambos lados.

I/PERTENENCIA: Hasta el concilio se había impuesto en la Iglesia católica, por lo menos desde la época de Trento, la concepción de que el ser miembro de la Iglesia debía definirse por caracteres puramente institucionales; consiguientemente, es miembro de la Iglesia todo bautizado, como dicen los canonistas, o el que es bautizado, se somete a la jerarquía, incluido el papa, y comparte el credo católico. Así lo dice la tradición apologética que hizo suya la encíclica sobre el cuerpo místico. Sin embargo, a las dos tradiciones contrarias les es común el que una y otra dan una definición puramente institucional de la incorporación a la Iglesia y prescinden, a propósito, del estado interior del hombre en cuestión. En todo caso, lo decisivo para conceder o negar la incorporación a la Iglesia es únicamente que el aspirante satisfaga los criterios institucionales. Si los tiene, pertenece a la Iglesia aun cuando, como pecador, esté interiormente separado de Cristo. Si no los tiene, no pertenece a la Iglesia, aun cuando, por estar en gracia, pertenezca enteramente a Cristo.
Frente a esta determinación puramente institucional de la incorporación a la Iglesia, tras la cual se oculta una interpretación de la misma demasiado institucionalizada, pero también una solución tajante de la cuestión de su santidad, la constitución sobre la Iglesia ha admitido de nuevo en nuestro caso un criterio espiritual, cuando dice: «A esta sociedad de la Iglesia están incorporados plenamente quienes, poseyendo el Espíritu de Cristo, aceptan la totalidad de su organización y todos los medios de salvación establecidos en ella y en su cuerpo visible están unidos con Cristo» (Il, 14). Como criterio de la pertenencia plena a la Iglesia se mienta aquí también la posesión del Espíritu de Jesucristo. Con ello se ha puesto en juego, de manera conmovedora, el problema de la Iglesia de los santos, de la santidad como exigencia esencial de la Iglesia. En los comienzos de la Iglesia pareció obvio que el cristiano tenía que ser también santo en el pleno sentido de la palabra. La lucha de los primeros siglos estuvo en aceptar la cizaña en el campo, en abandonar el sueño de una Iglesia de los puros y aceptar a los pecadores como miembros de la Iglesia. Una vez, empero, que esto quedó asegurado, se comenzó a caer en el extremo opuesto, de forma que, finalmente, la santidad quedó totalmente separada del
problema de la pertenencia a la Iglesia.
El texto conciliar podría abrir aquí una tercera etapa al sobrepasar, sin recaer en exaltación, el mero institucionalismo y tomar de nuevo bien en serio la vinculación indisoluble entre Iglesia y santidad. Qué pueda significar esa nueva evolución, querría yo tratar de explicarlo partiendo de unas palabras de Hans Urs von Balthasar, quien, en su tratado publicado en 1961: «¿Quién es la Iglesia?», subrayó con énfasis la exigencia de santidad que surge de la esencia de la Iglesia, para proseguir luego: "Si ello es así, síguese que hay Iglesia en grado máximo donde se encuentran en grado máximo fe, caridad y esperanza, en grado máximo abnegación de sí mismo y paciencia con los demás» (Sponsa Verbi. Skizzen zur Theologie II, Einsiedeln 1961, 181). En otro pasaje, aclara así el mismo pensamiento: «...Ser ese vaso de Dios sería el papel de la Iglesia... y allí donde eso se realiza, sería ella enteramente ella misma, tendría su verdadera cúspide y centro, que están situados en lugar totalmente distinto de su centro administrativo visible». De hecho, se podrá decir que la cima exterior y la cima interior de la Iglesia no coinciden. En todo caso, la cima interior de la Iglesia está donde más está lo suyo propio, aquello que constituye la razón de su existencia, donde hay más santidad y más conformidad con Cristo. De donde se sigue que la cima interna de la Iglesia puede extenderse mucho más que sus fronteras institucionales. Ahora bien, esta conclusión sitúa la disputa sobre la pertenencia a la Iglesia y sobre la eclesialidad de las otras Iglesias sobre su verdadero plano o muestra por lo menos la limitación de su perspectiva. Todas estas cuestiones afectan sólo al orden de los medios, que son desde luego y serán siempre expresión indispensable de la presencia salvadora del Señor en medio de nuestro mundo, pero no agotan toda la esencia de la Iglesia, sino que están en un engranaje con ella que impide la disgregación absoluta de ambos. Permite, sin embargo, una ecuación dispar, de forma que puede darse un plus interior de Iglesia, donde se da un minus exterior, y a la inversa. Con ello es posible un paso más. Podríamos ahora decir que, si la Iglesia está en grado máximo donde tiene lugar el grado máximo
de participación en Cristo, ello significa, a la inversa, que, donde la Iglesia está en grado máximo, se cierra y se excluye a sí misma en grado mínimo. Porque allí es ella enteramente participación en el "para" esencial, en la apertura de servicio de Jesucristo; allí conlleva ella con Cristo, que cargó sobre sí el peso de todos los hombres. El que los pecadores pertenezcan a la Iglesia, aunque aparentemente contradiga a su esencia, radica a la postre en que la santidad de Jesucristo no es una santidad excluyente, sino una santidad que soporta y salva. Más aún, creo que puede decirse incluso con H. U. von Balthasar: "Cierto que la Iglesia está llena de pecadores; pero, en cuanto pecadores, no pueden contarse como Iglesia. Sólo pueden ser en ella miembros "impropios", "llamados", "aparentes", "numéricos", "simulados", mas no pueden como pecadores expresar la incorporación al único cuerpo de la caridad» (Ibid. 182). Pero debe entonces añadirse con Balthasar que este cuerpo de la caridad se muestra cabalmente como tal, porque en él no vige sólo la ley de soportarse mutuamente, sino también la de ayudarse unos a otros. "Aquí aparece claro", escribe, "que la Iglesia de los santos no sólo representa a la Iglesia de los pecadores, de los imperfectos y de los aspirantes, sino que los comporta y responde de ellos ante Dios, se enajena en Cristo, para buscar en la debilidad y la ignominia al más pequeño de los miembros y poderlo representar no solamente de palabra y aseveración, sino de hecho y en verdad» (Ibid. 178).
En este lugar se manifiesta la verdad que se ocultaba tras la antigua disciplina penitencial de la Iglesia, por muy problemática que pueda resultar en muchos puntos, de que el pecado y el perdón no son asunto del individuo, sino que la Iglesia entera sufre y ama, ora y compadece. Tal vez partiendo de aquí pueda lograrse incluso un nuevo acceso al fenómeno de la Iglesia de los pecadores, a la paradoja con que hemos tropezado antes: la "esposa sin mácula ni arruga" está llena de máculas y deformaciones. ¿No dependerá ello íntimamente de que la Iglesia es expresión y despliegue de aquel amor de Dios que, en Cristo, se sentó a la mesa con los pecadores y se mezcló hasta tal punto con ellos que Pablo pudo decir abiertamente que Cristo se hizo pecado por nosotros (cf. /2Co/05/21), al atraer a sí enteramente el pecado, hacerlo suyo, hacerlo parte suya y revelar así lo que es el amor? Partiendo de ahí pudiera preguntarse si la Iglesia no aparece en comunión indivisible con el pecado y los pecadores para continuar históricamente este destino del Señor que cargó con todos nosotros. En tal caso, en la santidad no santa de la Iglesia frente a la expectación humana de lo "puro", se manifestaría la peculiar, nueva y verdadera santidad del amor de Dios, que no se mantiene a la noble distancia del intangiblemente puro, sino que se mezcla con la suciedad del mundo para superarla. Se expresaría así aquella santidad que, contra la antigua idea de pureza, es esencialmente amor; ello significa interés por el otro, aceptación del otro, soportar al otro y llevar así a cabo una redención. 
JOSEPH Ratzinger - EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA, ESPAÑA- 1972.Págs. 264-272

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«Soy negra, pero hermosa» 

SANTA-PECADORA: (/Ct/01/05) PEDRO/ROCA-ESCAN 
Detengámonos en este lugar para pensar más despacio, antes de sacar las consecuencias relativas a la moralidad concreta del cristiano en la Iglesia, con un ejemplo, en el problema fundamental del ser de la Iglesia en este mundo. Es la figura de Pedro, a quien, en Mt 16,19, se le promete el mismo poder que, en Mt 18,18, transmite el Señor a toda la comunidad de los apóstoles, y que cifra consiguientemente y de manera ejemplar, la esencia de la Iglesia. Al discutir la cuestión sobre si la promesa del primado en Mt 16,17ss está relatada por el evangelista en su adecuado lugar histórico, hay exegetas que llaman la atención sobre el hecho de que, pocos versículos después, el Señor apostrofa como Satanás
a Pedro que quería retraerlo de su pasión (16,23). Como quiera que esta escena está históricamente atestiguada por los paralelos para su emplazamiento en Cesarea de Filipo (/Mc/08/33), sería imposible poner la palabra sobre el primado a la misma hora y hacer que dentro de un breve espacio de tiempo llame el Señor a Pedro "roca de la Iglesia" y «Satanás»; ambas cosas habrían de situarse más bien en ocasiones cronológicamente separadas. En nuestro contexto no podemos intentar decidir esta cuestión exegética. Prescindiendo por completo del problema de la localización histórica de la promesa del primado, podemos afirmar independientemente que, para el pensamiento bíblico, la simultaneidad de «roca» y "Satanás" (y skandalon = piedra de tropiezo) no tiene de suyo nada de imposible. Al contrario, para ese pensamiento que sabe de la necedad de Dios, de la victoria de la fuerza de Dios por la flaqueza de los hombres, del triunfo de Dios por la catástrofe de la cruz, semejante paradoja es típicamente característica. Este pensamiento que, como hemos dicho, llama al rey de Babilonia «siervo de Dios» (Jer 25,29) y le atribuye, por tanto, el nombre honorífico del Mesías, porque él, el reprobado, es utilizado por Yahveh como instrumento con que hace historia; este pensamiento, digo, está muy lejos de la sutileza de una lógica demasiado humana. La imagen que la Biblia comunica es más bien ésta: si se trata sólo de Pedro, si por él hablan la «carne y la sangre», en tal caso puede ser Satanás y piedra de tropiezo. Pero si no hablan por él la carne y la sangre, si Dios lo toma a su servicio, entonces puede ser realmente, como instrumento de Dios, una «roca cósmica». Esto no es expresión de su prestación propia ni de su propio carácter, sino "nomen officii, nombre no de un merecimiento, sino de un servicio, de una elección y encomienda divina, de que nadie es capaz por razón puramente de su carácter, y menos que nadie este Simón que, por su carácter natural, es cualquier cosa menos roca. Que él precisamente sea declarado roca, es antes que nada la paradoja fundamental de la virtud divina que opera en la flaqueza. Por sí mismo, es el Pedro que se hunde, porque le falta fe (Mt 14,30); por el Señor y por la gracia del Señor, es la roca sobre que estriba la Iglesia. Toda la figura de Pedro está definida por esta dialéctica que brilla de la manera más impresionante allí donde la encomienda es más alta: la colación del primado en Juan (21,15-17) está situada sobre el fondo de las pasadas negaciones. La promesa en Lucas (22,31s) va unida con la predicción inmediata de la negación, y la promesa en Mateo aparece al contraluz de su designación como Satanás y piedra de tropiezo. Se trata siempre de promesa de fuerza divina en medio de la debilidad humana, de suerte que Dios es siempre el que salva, y no el hombre, es siempre el "no obstante" de la gracia, que no se deja desarmar por la incapacidad del hombre, sino que en ella cabalmente consigue la victoria del amor de Dios, que no se deja vencer ni siquiera por el pecado del hombre. Todavía hay que añadir otra idea. Por una recaída en la arbitrariedad del pensamiento humano, que no quiere percibir la gracia, sino que fantasea un secreto triunfo del hombre, nos hemos acostumbrado a separar bonitamente en Pedro la roca y las negaciones: negar, niega el Pedro prepascual; roca, lo es Pedro después de pentecostés, del cual nos forjamos una imagen extrañamente idealizada. Pero, en realidad, Pedro es ambas cosas a la vez: el Pedro prepascual es ya el que pronuncia la confesión de los que han permanecido fieles en medio de la apostasía de la masa, el que corre al encuentro del Señor sobre las aguas del mar, el que dice las palabras de insuperable belleza: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el santo de Dios» (Jn 6,68s). El Pedro después de pentecostés sigue, por otra parte, siendo el que, por temor a los judíos, niega la libertad cristiana (Gál 2,11ss). 

Siempre a la par roca y piedra de escándalo.
¿Y no ha sido fenómeno constante a través de toda la historia de la Iglesia que el papa, el sucesor de Pedro, haya sido a par petra y skandalon, roca de Dios y piedra de tropiezo? De hecho, importará al creyente aguantar esta paradoja del obrar divino, que confunde siempre su soberbia, esta tensión entre roca y Satanás, en que se compenetran de manera inquietante los contrastes más extremos. Lutero conoció con opresora claridad el factor «Satanás» y no dejaba de tener alguna razón en ello; su pecado estuvo en no aguantar la tensión bíblica entre Cefas (petra) y Satanás, que pertenece a la tensión fundamental de una fe, que no vive del merecimiento sino de la gracia. En el fondo, nadie debía haber entendido mejor esta tensión que quien acuñó la fórmula del "simul iustus et peccator", la fórmula del hombre justo y pecador en una pieza.
Acaso quien formulara de manera más dramática esta conciencia de la tensión de la Iglesia entre Cefas y Satanás, fue el donatista Ticonio. Habla de que la Iglesia tiene un lado derecho y otro izquierdo; la Iglesia sería, a par, el Cristo y el Anticristo, Jerusalén y Babilonia, y se le aplicaría la palabra del Cantar de los cantares: «Soy negra, pero hermosa» (/Ct/01/05), palabras en que también Orígenes hallaba expresada la paradójica tensión, fundamental en la existencia de la Iglesia (In Cant. hom. 2,4 (Baehrens 8,47); sobre Ticonio cf. el primer art. de este volumen, part. p. 22-28). En realidad, aquí no hizo Ticonio sino extremar pensamientos que pueden encontrarse en toda la tradición de los padres y que, a su manera, críticamente limitados, fueron también aceptados por Agustín. Lo que ahí aparece claro una vez más es que no pueden separarse sencillamente la «Iglesia» y «los hombres en la Iglesia»; la abstracta pureza sin mácula de la Iglesia, que de este modo destilaría, no tiene sentido alguno real histórico. La Iglesia vive por medio de los hombres en el tiempo y en el mundo presente y, a pesar del misterio divino que lleva dentro de sí, vive de manera verdaderamente humana. Hasta la institución como institución conlleva la carga de lo humano; también la institución conlleva la inquietante arbitrariedad de lo humano para poder ser piedra de tropiezo. ¿Quién no lo sabe? Y, sin embargo, y precisamente así la Iglesia es la santa, la pecadora, testimonio y realidad de la gracia de Dios que por nada puede ser vencida, de su misericordia siempre mayor, que nos ama en medio de nuestra indignidad. Precisamente en su flaqueza es y será siempre la Iglesia Evangelio de Dios, buena nueva de la salvación divina, que trasciende todo nuestro entender y esperar.
Como término de esta reflexión, citemos, en representación de otros muchos, dos textos de la cristiandad medieval para mostrar cuán profundamente vivo siguió el conocimiento del oscuro misterio de la Iglesia y cuán abierto estaba el ánimo al lenguaje profético en un tiempo que gustamos de idealizar como el tiempo del más puro esplendor de la cristiandad. En Guillermo de Auvernia, el gran teólogo y obispo de París, encontramos estas serias palabras: «...¿quién no quedaría fuera de sí de espanto, si contemplara a la Iglesia con una cabeza de asno o al alma creyente con dientes de lobo, cola de cerdo, mejillas surcadas y pálidas, con una cerviz de toro y en todo lo demás de tal corrupción y monstruosidad que todo el que lo viera quedaría petrificado de horror? ¿Quién no llamaría e imaginaría tan espantosa deformación antes bien Babilonia que no Iglesia de Cristo, quién no la llamaría más bien desierto que ciudad de Dios?... Por causa de este espantoso monstruo de los réprobos y carnales, que inundan con tanta muchedumbre a la Iglesia, que de pura paja quedan los otros cubiertos e invisibles en ella, llaman los herejes a la Iglesia ramera y Babilonia y, si se mira a los réprobos y a los cristianos de mero nombre, podrían con razón sentir y hablar así, si no extendieran estos nombres de ignominia a todos los cristianos. Esposa no lo es ya, sino un monstruo de forma y fiereza espantosa..., y es evidente que, en tal estado, no puede predicarse de ella: «Eres toda hermosa y en ti no hay mancha alguna» (Dante hace sentarse a la meretriz de Babilonia en lugar de Beatriz en el carro de la Iglesia y fornicar con un gigante, el rey de Francia).
Gerhoh von Reichersberg, el teólogo reformista oriundo de Baviera, confiesa ser un triste espectáculo que «en medio de ti, Jerusalén, viva un pueblo casi enteramente babilónico»; y hace decir a la Iglesia: «Yo, la Iglesia, no me miro a mí misma como
pura, a la manera de los novacianos y cátaros, sino que sé cuántos pecadores tengo dentro de mí y no rehúso la penitencia, sino que digo: «Perdónanos nuestras deudas». ¿Es en absoluto signo de mejores tiempos que los teólogos de hoy no se atreven ya a hablar en ese tono? ¿O no es más bien signo de menguado amor, al que no se le quema ya el corazón en santo celo por la causa de Dios en este mundo (2Cor 11,2), un amor que se ha hecho romo y no se atreve ya a abrazar el sufrimiento por la amada y a causa de la amada? El que no se siente ya movido por la defección del amigo, no sufre por ella y no lucha por su retorno, ese tal ya no ama ¿No habrá de aplicarse también esto a nuestra relación con la Iglesia?



El testimonio del cristiano
¿Cuál será, pues, la actitud del cristiano ante la Iglesia que vive históricamente: de crítica (por amor de la pureza de la Iglesia), de obediencia callada (por razón de su misión divina) o cuál otra? Querríamos decir con entera sencillez: el cristiano amará a la Iglesia, todo lo demás se sigue de la lógica del amor. Dilige et quod vis, fac: el lema es también aquí válido. Pero, aunque de hecho, no hay que salirse en el fondo de esta regla y la decisión de si será lo mejor hablar o callar, aceptar sin murmurar o luchar juntos con fe y celo por encontrar el mejor camino de la Iglesia en el tiempo, y a la postre sólo puede hallarse partiendo del motivo cierto del amor a la Iglesia, el teólogo querría de buena gana saber algo más preciso, interrogar sobre la estructura de este sentire ecclesiam, de este "sentido-eclesial", para lograr una flecha indicadora del camino algo más clara, aun cuando en el momento de tomar la decisión se apele siempre al yo con su fe, esperanza y caridad personales y no sea posible refugiarse limpiamente en una regla objetiva.
Afirmemos por de pronto que la Iglesia ha recibido la herencia de los profetas, la herencia de quienes sufrieron por causa de ]a verdad. Ella misma ha entrado en la historia como Iglesia de los mártires, ha asumido en su totalidad la función profética de sufrir por la verdad. De donde se sigue que lo profético no puede estar muerto en ella, sino que en ella tiene más bien su verdadera patria. Ahora pudiera sentirse la tentación de que, en la Iglesia, lo profético ha logrado la victoria y ha perdido, por ende, su función crítica. Pero esto significaría desconocer a fondo la esencia de la historia humana y la manera particular como existe en el mundo la nueva alianza, es decir, el Espíritu y lo divino. Y es así que ya antes hemos visto que el sacar a la Iglesia de Babilonia, su transformación de ramera en esposa, de piedra de escándalo en roca fundamental no es simplemente un acontecimiento único, de muy atrás olvidado, en los orígenes de su historia, sino que la Iglesia es siempre llamada de nuevo, está por decirlo así en todo momento al principio y el passa; el tránsito de la forma de existencia mundana a la novedad del espíritu, sigue siendo siempre su ley fundamental de vida. El misterio pascual es la forma permanente de la existencia de la Iglesia en este mundo. La Iglesia vive siempre del llamamiento del Espíritu, en la crisis del paso de lo antiguo a lo nuevo. No es azar que los grandes santos no sólo tuvieron que luchar con el mundo, sino también con la Iglesia, con la tentación de la Iglesia a hacerse mundo, y bajo la Iglesia y en la Iglesia tuvieron que sufrir; un Francisco de Asís, un Ignacio de Loyola, que, en su tercera prisión durante veintidós días en Salamanca, aherrojado entre cadenas con su compañero Calixto, permaneció en la cárcel de la inquisición, y todavía le quedaba alegría y fe confiada para decir: «No hay en toda Salamanca tantos grillos y esposas, que yo no pida más aún por
amor de Dios». No cedió un ápice de su misión, ni tampoco de su obediencia a la Iglesia.
Si resumimos todo lo hasta aquí expuesto, tal vez pueda formularse en síntesis la actitud del cristiano entre la libertad del testimonio y la obediencia de la aceptación, en dos polaridades fundamentales.
Primera. El cristiano sabe que el grito de los profetas ha alcanzado la victoria en la Iglesia de una manera que supera y transforma maravillosamente la perspectiva profética -no porque el hombre cumpla definitivamente la alianza, sino por la libre bondad de Dios, que es propicio a los hombres a pesar de su defección y sólo pide de ellos que acepten esta gracia y bondad fiel y humildemente. El cristiano sabe que el carácter definitivo del nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia, no se funda en un estado de prestaciones humanas, sino en la misericordia divina, a la que no podrá ya quebrantar ningún desfallecimiento humano. En este sentido, reconoce en la Iglesia lo definitivo de la promesa divina y, a la vez, el lugar donde es llamado a la obediencia. Ello pone a su crítica y a su protesta una barrera infranqueable. Pero sabe también que esta Iglesia, cabalmente porque vive del «no obstante» de la gracia divina, vive siempre en medio de la tentación y del desfallecimiento; sabe que la Iglesia abarca en todo momento la tensión abismal entre roca y piedra de escándalo, y hasta entre «petra» y «Satanás». Ahí radica la tensión existencial que trasciende todo ingenio humano y sólo puede ser dominada por la fe, tensión a que es llamado el cristiano en su obediencia a la Iglesia.
Es evidente que, de este modo, la obediencia precisamente como obediencia entraña también un segundo deber: el deber del testimonio, el deber de luchar por la pureza de la Iglesia contra la Babilonia en la Iglesia, que se da no sólo entre los laicos, no sólo entre los cristianos particulares, sino hasta dentro del verdadero centro de la eclesialidad, y hasta debe darse en aquel misterioso «ser menester» con que comenzó la Iglesia: «¿No era menester que Cristo padeciera todo eso para entrar así en su gloria?» (Lc 24,26). Y es claro que este testimonio será precisamente también en la Iglesia un testimonio de dolor, que encierra desconocimientos, sospechas y hasta condenación. Sin embargo, la verdadera obediencia no es la obediencia de los aduladores (los que son calificados por los auténticos profetas del Antiguo Testamento de «profetas embusteros»), que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas. Es la obediencia que en el testimonio del dolor sigue siendo obediencia; la obediencia que es, a la vez, veracidad y está animada por el fuerte celo de la caridad, es la verdadera obediencia que ha fecundado a la Iglesia a lo largo de los siglos y la ha sacado una y otra vez de la tentación babilónica al lado de su Señor crucificado.
Una educación para el "sentire ecclesiam" deberá conducir cabalmente a esta serena obediencia, que procede de la verdad y conduce a la verdad. Lo que necesita la Iglesia de hoy (y de todos los tiempos) no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo desconocimiento y ataque, hombres, en una palabra, que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino.Segunda. Pero puede también mirarse todo el problema desde un punto de vista más moral. El que se siente impulsado a un testimonio crítico, tendrá que considerar antes toda una serie de puntos de vista. Tendrá que preguntarse si tiene la necesaria certeza que legitima esa actitud, y deberá hacer un examen tanto más cuidadoso cuanto más alta sea la realidad contra la que se dirige, en la escala de las certidumbres teológicas. Esta escala significa, efectivamente, una gradación del interés que toma la Iglesia como Iglesia en una causa o en una tesis y, consiguientemente, una gradación también en el llamamiento a la adhesión o en el espacio que se deja libre para la crítica. Es evidente que, ante las verdades propiamente de fe como tales, toda crítica enmudece; es igualmente evidente que toda proposición que está por bajo del dogma de fe, es teóricamente variable y objeto, por ende, de la crítica. Sin embargo, antes de que un hombre se enfrente críticamente a una de las otras proposiciones, tendrá que aplicarse a fondo y duramente a sí mismo la crítica; y en unos tiempos de relativismo, de escepticismo y de opiniones orgullosas, es sin duda saludable para el hombre que haya un lugar en que, en medio del caos de las opiniones humanas, se encuentre con una autoridad, que no le llama a la discusión, sino que le pone en la actitud del oír y obedecer. He ahí un límite que debe ser bien pensado; junto a él está el otro de que es menester también tener consideración con la fe de los hermanos débiles, con el mundo incrédulo que nos rodea, y hasta con la flaqueza de la propia fe, que puede extinguirse con harta facilidad, si uno se retrae tras la barrera de la crítica y cae finalmente en el resentimiento de lo desconocido.
Hay que decir, por otra parte, que frente a estos miramientos que acabamos de mentar, hay un derecho propio de la verdad frente a la caridad y hay una ordenación superior de la verdad por encima de la utilidad, ordenación de la que fluye la estricta necesidad del carisma profético y de la que puede nacer para el particular el deber del testimonio franco. Si siempre hubiera de esperarse a decir la verdad hasta que no pueda ser malentendida ni se pueda abusar de ella, jamás se podría proclamarla. Síguese que las limitaciones indicadas no pueden conducir en la Iglesia a condenar definitivamento al silencio al elemento profético. Su sentido es ordenarlo en la trabazón del cuerpo de Cristo, en que rige la ley de la verdad al igual que la ley de la caridad. Una vez más nos encontramos sin una regla absoluta, y debemos contentarnos a la postre con el llamamiento a la decisión obediente que nace del conocimiento de la fe.
Tercera. Renunciamos aquí a plantear las cuestiones concretas sobre la manera de esta «palabra libre en la Iglesia», sobre la parte, por ejemplo, de los laicos, sobre la significación del conjunto para la reIación entre laicos y sacerdotes, sacerdotes y oficio y otras semejantes, a fin de sentar una última afirmación fundamental. Hasta aquí hemos partido siempre del individuo y de su relación con el todo. Pero ahora podemos establecer una afirmación sobre el «todo», sobre la misión de la institución y del oficio: la Iglesia necesita el espíritu de libertad y franqueza en medio de su vinculación a la palabra: «No extingáis el espíritu» (1Tes 5,19) -el imperativo rige para todos los tiempos-. ¿Quién no recordará aquí el relato de san Pablo sobre su choque con Pedro: «Empero, cuando vino Cefas a Antioquía, le resistí cara a cara, porque era reprensible... Pero, cuando vi que no andaban derechos conforme a la verdad del Evangelio, dije a Ce£as delante de todos: si tú, que eres judío, vives a lo gentil y no a lo judío, ¿cómo compeles a las gentes a judaizar?» (Gál 2,11-14). Si fue flaqueza de Pedro negar la libertad del Evangelio por miedo a los adeptos de Santiago, su grandeza estuvo en aceptar la libertad de san Pablo que le «resistió cara a cara». La Iglesia vive hoy todavía de esta libertad, que le conquistó el camino hacia el mundo de la gentilidad.
Pero ¿dónde podría darse hoy día algo semejante?
Actualmente no se podrá reprochar a la Iglesia, como lo hizo a la de su tiempo Guillermo de Auvergne, que ostente tal corrupción y monstruosidad, «que cualquiera que la vea quede petrificado de espanto». Tampoco se podrá decir «que el carro de la Iglesia no corra hoy día ya hacia adelante, sino hacia atrás», «que los caballos corran hacia atrás y lo arrastren consigo». Pero ¿no habrá que reprocharle que, por exceso de solicitud, declara demasiado, reglamenta demasiado y que tantas normas y reglamentos han contribuido más bien a abandonar al siglo a la incredulidad, que no a salvarlo de ella; en otras palabras, que a veces pone harto poca confianza en la fuerza victoriosa de la verdad, que vive en la fe; que se atrinchera tras seguridades externas, en lugar de confiar en la verdad que vive en la libertad y no necesita de tales precauciones?
Hoy tal vez tendríamos que recordar una vez más que la franqueza, la parresia, es una de las actitudes del cristiano que más se mientan en el Nuevo Testamento. La franqueza fue la que hizo a Pedro presentarse y predicar delante de los judíos (Act 2,29; 4,13.29.31), destacando realmente en los orígenes de la Iglesia. ¿Qué significaría para el camino de la Iglesia en el mundo, si en un siglo que tiene sed de libertad, que por el señuelo de la libertad se ha salido de la Iglesia, madurara de nuevo en ella con toda su fuerza y hasta con todo su resplandor la palabra en que san Pablo vertiera un día la preciosa experiencia de la fe: "Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Cor 3,17)?
(·RATZINGER-2.Págs. 285-295)

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Reforma desde los orígenes
Joseph Ratzinger * 
Este fue un discurso que por su libertad impetuosa, dejó asombrados a todos: a los “progresistas”, por el “extremismo” del ortodoxísimo cardenal; a los “conservadores”, por sus críticas severas contra la burocracia, que esta vez alcanzaron incluso a la Curia romana. El 1 de septiembre de 1990, con ocasión de la celebración del Meeting para la Amistad entre los Pueblos –impulsado por el movimiento de Comunión y Liberación- en la ciudad italiana de Rímini, el Cardenal Ratzinger dio buena muestra de su espíritu anticonformista. El texto que publicamos fue leído ante diez mil personas, y en él, Ratzinger se pregunta: “¿Qué tipo de reforma podría hacer de la Iglesia una “compañía” que valga la pena ser vivida?”


  
1.                            El descontento en la Iglesia

No se necesita mucha imaginación para darse cuenta de que la “compañía” a la que aludo aquí es la Iglesia.

Tal vez se evitó mencionar el término “Iglesia” en el título sólo porque provoca espontáneamente una reacción de defensa en la mayor parte de los hombres de nuestro tiempo. Estos piensan: “Hemos oído hablar de la Iglesia hasta la coronilla, y además no ha sido nada agradable”. La palabra y la realidad de la Iglesia se han desacreditado. Y por esta razón incluso una reforma permanente da la impresión de no cambiar nada. ¿O quizá el problema estriba en que hasta la fecha no ha sido descubierto qué tipo de reforma podría hacer de la Iglesia una “compañía” que valga la pena ser vivida?

Pero preguntémonos ante todo: ¿por qué la Iglesia resulta desagradable a tantas personas, e incluso a los creyentes, a personas que hasta hace poco podían ser consideradas entre las más fieles o que, aun sufriendo, lo siguen siendo todavía hoy? Los motivos son muy diversos y también opuestos, según el tenor de las posiciones. Algunos sufren porque la Iglesia se ha adecuado excesivamente a los parámetros del mundo actual; otros no ocultan su enfado porque todavía se mantiene extraña a este mundo. Para la mayoría de la gente el descontento con la Iglesia se manifiesta a partir de la constatación de que es una institución como tantas otras, y que como tal limita mi libertad. La sed de libertad es la forma mediante la cual hoy día se expresan el deseo de liberación y la percepción de no ser libre, de estar alienados. El anhelo de libertad aspira a una existencia que no esté limitada por algo ya dado y que me obstaculiza en mi desarrollo pleno, presentándome desde el exterior el camino que debo recorrer. Pero por todos lados chocamos contra barreras y bloqueos de calles de esta clase, que nos detienen y nos impiden ir adelante. De esta forma, las vallas que alza la Iglesia tienen un peso doble, pues penetran hasta la esfera más personal e íntima. Pero las normas de la vida de la Iglesia son muchos más que una simple regla de tráfico tendente a evitar los eventuales choques de la convivencia humana. Ellas tienen que ver con mi camino interior, y me dicen cómo debo comprender y configurar mi libertad. Me exigen decisiones, que no puedo tomar sin el dolor de la renuncia. ¿Acaso no quieren negarnos los frutos más hermosos del jardín de la vida? ¿No es cierto que con las restricciones producidas de tantas órdenes y prohibiciones nos ponen una barrera en el camino hacia un horizonte abierto? Y el pensamiento, ¿no lo obstaculizan en su grandeza, así como también la voluntad? ¿Tal vez la liberación tenga que ser necesariamente la salida de esta tutela espiritual? Y la única y verdadera reforma, ¿no sería la de rechazar todo esto? Pero entonces, ¿qué queda de esta “compañía”?

La amargura frente a la Iglesia presenta asimismo un motivo específico. En medio de un mundo gobernado por una disciplina dura y por constricciones inexorables, ahora y siempre se eleva hacia la Iglesia una esperanza silenciosa: ella podría representar en medio de esto una pequeña isla de vida mejor, un oasis de libertad en el que de cuando en cuando uno puede retirarse. La ira, o la desilusión, contra la Iglesia reviste un carácter completamente particular, porque se espera silenciosamente de ella mucho más que de las otras instituciones mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor. O por lo menos se tendría que sentir el gusto de la libertad, el hecho de ser libres: ese salir de la caverna que mencionaba San Gregorio Magno, aludiendo a Platón.

Sin embargo, desde el momento en que la Iglesia se ha alejado concretamente de semejantes sueños, asumiendo también el aspecto de una institución y de todo lo que es humano, se alzan contra ella en una cólera muy amarga. Y esta cólera no puede desaparecer, porque no se puede extinguir ese sueño, se trata de una manera desesperada de transformarla según nuestros deseos: un lugar donde se puedan expresar todas las libertades, un espacio en el que caigan nuestros límites, donde se experimente esa utopía que tendrá que existir en alguna parte. Del mismo modo que en el campo de la acción política se querría construir finalmente un mundo mejor, así también se debería edificar finalmente una Iglesia mejor –quizá como la primera etapa del camino que lleva a aquél. Una Iglesia llena de humanidad, llena de sentido fraterno, de creatividad generosa, un lugar de reconciliación de todos y para todos.

2.                              Reforma inútil

            Pero ¿de qué manera debería suceder esto? ¿Cómo se puede lograr una reforma semejante? Ahora bien, como se suele decir, de un modo u otro debemos comenzar. Suele decirse esto con la presunción ingenua del iluminado que está convencido de que las generaciones hasta ahora no han comprendido la cuestión, o que se han mostrado demasiado temerosas y poco inteligentes. Pero en este momento tenemos tanto la valentía como la inteligencia. Se debe obrar igualmente a pesar de la resistencia que puedan oponer a esta noble empresa los reaccionarios y los “fundamentalistas”. Existe una fórmula que arroja luz para el primer paso. La Iglesia  no es una democracia. Por lo que se ve, ella no ha integrado aún en su constitución interna ese patrimonio de derechos a la libertad que la Ilustración elaboró y que desde entonces ha sido reconocido como regla fundamental de las formaciones sociales y políticas. Así pues, parece la cosa más normal del mundo recuperar de una vez para siempre lo que había sido abandonado y comenzar a erigir este patrimonio fundamental de estructuras de libertad. El camino conduce –como suele decirse- de una Iglesia paternalista y distribuidora de bienes a una Iglesia –comunidad. Se afirma que ya nadie debería recibir pasivamente los dones que caracterizan al cristiano. Por el contrario, todos deben llegar a ser operadores activos de la vida cristiana. La Iglesia ya no debe descender desde lo alto. ¡No! Somos nosotros los que “hacemos” la Iglesia, y cada vez la hacemos nueva. Así llegará a ser finalmente “nuestra” Iglesia, y nosotros sus activos sujetos responsables. El aspecto pasivo deja lugar al activo. La Iglesia surge a través de discusiones, acuerdos y decisiones. En el debate emerge lo que todavía hoy se requiere, lo que todavía hoy puede ser reconocido por todos como pertenecientes a la fe o como línea moral directiva. Se elaboran nuevas “fórmulas de fe” abreviadas. En Alemania, en un nivel bastante elevado, se ha dicho que tampoco la liturgia tiene que corresponder a un esquema dado previamente, sino que debe surgir a partir de una determinada situación y por obra de la comunidad para la cual es celebrada. Tampoco ella tiene que ser alto autónomo, algo que sea expresión de quienes participan. En este camino se revela como un obstáculo la palabra de la Escritura, a la cual no se puede renunciar del todo. Hay que afrontarla, pues, con mucha libertad de elección. Pero no son muchos los textos que se pueden adaptar sin problemas a esta autorrealización, a la cual la liturgia ahora parece estar destinada.

            Pero en esta obra de reforma en la que la “autoadministración” de la Iglesia debe sustituir al hecho de ser guiados por otros, pronto se plantean algunos interrogantes. ¿Quién tiene aquí propiamente el derecho de tomar las decisiones? ¿Con qué fundamentos se hace esto? En la democracia política se responde a este interrogante con el sistema de la representación: en las elecciones los individuos eligen a sus representantes, que toman las decisiones por ellos. Este cargo no sólo tiene un límite temporal, sino que además está circunscrito desde el punto de vista de su contenido por el sistema de partidos, y comprende sólo a los sectores de la acción política que la Constitución asigna a las entidades representativas.

            También a este respecto existen algunas cuestiones: la minoría debe plegarse a la mayoría, y esta minoría puede ser muy grande. Por otra parte, no siempre está garantizado que el representante que yo elijo obre y se exprese verdaderamente como yo quiero, de manera que la mayoría victoriosa, viendo las cosas con mayor atención, no se considere completamente como sujeto activo del acontecimiento político. Al revés, tiene que aceptar las “decisiones que los otros toman”, al menos para no poner en peligro el sistema político.

            Pero más importante para nuestra cuestión es un problema general: todo lo que los hombres hacen, pueden ser anulado por otros; todo lo que proviene de un gusto humano, puede no agradar a otros, y todo lo que una mayoría decide, puede ser abrogado por otra mayoría. Una Iglesia cuyos fundamentos se apoyan en las decisiones de una mayoría, se transforma en una Iglesia puramente humana. Se reduce al nivel de lo que es factible y plausible, de todo cuanto es fruto de su propia acción y de sus propias intuiciones u opciones. La opinión sustituye a la fe. Y de hecho en las fórmulas de fe originadas autónomamente que yo conozco, el significado de la expresión “credo” no va más allá del significado de “nosotros pensamos”. La Iglesia edificada con sus propias fuerzas tiene a fin de cuentas el sabor del “ellos mismos”, que a los otros “ellos mismos” jamás les ha sentado bien y que muy pronto pone de manifiesto su pequeñez. La Iglesia se ha retirado al ámbito de lo empírico, y así se ha disuelto también como ideal soñado.

3.                              La esencia de la Reforma verdadera

El activista, el que quiere construir todo por sí mismo, es lo opuesto del que admira –el “admirador”-. Restringe el área de su propia razón, y por eso pierde de vista el Misterio. Cuanto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas autónomamente, tanto más angosta se convierte para todos nosotros. En ella la dimensión grande, liberadora, sino por lo que nos es donado. Se trata de algo que no procede de nuestro querer y de nuestro inventar, sino que nos precede, es algo inimaginable que viene a nosotros, algo que “es más grande que nuestro corazón”. La reformatio, que es necesaria en todas las épocas, no consiste en el hecho de que podamos modelar cada vez “nuestra” Iglesia como más nos apetece, sino en el hecho de que siempre nos deshacemos de nuestras propias construcciones de apoyo a favor de una luz purísima que viene desde lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la libertad pura.

Permitidme decir con una imagen lo que yo comprendo, una imagen que he encontrado en Miguel Ángel, quien retoma en esa perspectiva antiguas concepciones místicas  y filosóficas cristianas. Con la mirada del artista, Miguel Ángel veía ya en la piedra que tenía ante sus ojos la imagen-guía que esperaba secretamente ser liberada y sacada a la luz. La tarea del artista, en su opinión, consistía sólo en quitar lo que aún cubría a la imagen. Miguel Ángel concebía la acción artística auténtica como un sacar a la luz, un poner en libertad, no como un hacer.

En la misma idea, pero aplicada a la esfera antropológica, se hallaba ya en san Buenaventura, quien explica el camino por el cual el hombre llega a ser él mismo, estableciendo una comparación con el tallista de imágenes, es decir, el escultor. El escultor no hace algo, dice el gran teólogo franciscano. Su obra es, en cambio, una ablatio: consiste en eliminar, en tallar lo que es inauténtico. De esta forma, mediante la ablatio, sale a la superficie la nobilis forma, o sea la figura preciosa. Así también el hombre, para que resplandezca en él la imagen de Dios, debe acoger principalmente la purificación por medio de la cual el escultor, es decir, Dios, le libera de todas las escorias que oscurecen el espacio auténtico de su ser y que le hacen parecer como un bloque de piedra bruto, cuando, por el contrario, habita en él la forma divina.

Si entendemos exactamente esta imagen, podemos encontrar en ella incluso el modelo guía para la reforma eclesial. Desde luego la Iglesia tendrá necesidad siempre de nuevas estructuras humanas de apoyo, con el objeto de poder hablar y obrar en cualquier época histórica. Estas instituciones eclesiales, con sus respectivas configuraciones jurídicas, lejos de ser algo malo, son simplemente necesarias e indispensables. Pero envejecen, y entonces corren el riesgo de presentarse como algo esencial, apartando la atención de todo lo que es verdaderamente esencial. Y por esta razón ha de ser retiradas siempre, como si fueran andamiajes superfluos. La reforma es siempre una ablatio: un quitar, para que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y junto con él también el del Esposo, el Señor vivo.

Semejante ablatio, semejante “teología negativa” representa una vía hacia una meta positiva. Sólo así penetra lo Divino y sólo así surge una congregatio, una asamblea, una reunión, una purificación, esa comunidad pura que anhelamos; una comunidad en la que un “yo” ya no está contra otro “yo”, un “él mismo” contra otro “él mismo”. Es más bien ese darse, ese fiarse que forma parte del amor, el que se convierte en un recibir recíproco de todo el bien y de todo lo que es puro. Así pues, para cada uno tiene valor la palabra del Padre generoso, que recuerda al hijo mayor envidioso todo lo que constituye el contenido de cualquier libertad y de cualquier utopía realizada: “Todo lo mío es tuyo” (Lc. 15, 31; Cfr. Jn. 17,1).

La reforma verdadera es, pues, una ablatio, que como tal se transforma en congregatio. Tratemos de precisar esta idea de fondo. En un primer intento hemos contrapuesto el admirador al activista, y nos hemos expresado a favor del primero. Pero ¿qué es lo que evidencia esta contraposición? El activista, el que siempre quiere hacer, pone la propia actividad por encima de todo. Esto restringe su horizonte a la esfera de lo factible, de lo que puede convertirse en su objeto de su hacer. Hablando con propiedad, ve únicamente objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él, porque esto pondría un límite a su actividad. Recorta el mundo según lo que es empírico. El hombre queda amputado. Con sus propias manos el activista se construye una prisión contra la cual protesta después a voz de grito.

Al contrario, el estupor auténtico es un “no” a la limitación de lo que es empírico, a lo que no es el más allá. El asombro prepara al hombre para el acto de fe, le abre al horizonte del Eterno. Sólo lo que carece de límites es suficientemente amplio para nuestra naturaleza, sólo lo ilimitado es adecuado a la vocación de nuestro ser.

Cuando este horizonte desaparece, todo residuo de libertad se convierte en algo muy pequeño y todas las liberaciones, que como consecuencia se pueden proponer, son un sucedáneo insípido que nunca satisface. La primera y fundamental ablatio, que es necesaria para la Iglesia, es siempre el acto de fe mismo. Ese acto de fe que rompe las barreras de lo finito y abre el espacio para llegar hasta lo ilimitado. La fe nos conduce “lejos, a tierras ilimitadas”, como dicen los salmos. El moderno pensamiento científico nos ha encerrado cada vez más en la cárcel del positivismo, condenándonos de este modo al pragmatismo. Gracias a él se pueden lograr muchas cosas: se puede viajar a la luna, y más todavía, hacia la infinitud del cosmos. Con todo, uno está siempre en el mismo punto, pues la verdadera frontera, la frontera de lo cuantitativo y de lo factible no se supera. Albert Camus ha descrito lo absurdo de esta forma de libertad en la figura del emperador Calígula: tiene todo a su disposición, pero cada cosa le resulta pequeña. En su ansia por tener cada vez más, y cosas más grandes, grita: “¡Quiero tener la luna, dadme la luna!”. Ahora también para nosotros ha llegado a ser posible tener de alguna manera la luna. Pero hasta que no se abra la verdadera frontera entre el cielo y la tierra, entre Dios y el mundo, también la luna será un trozo de tierra, y llegar a ella no nos acercará ni siquiera un paso más hacia la libertad y a la plenitud que anhelamos.

La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos consiste en estar en el horizonte de lo Eterno, en el salir de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. La fe misma, en toda su grandeza y amplitud, es por esta razón la reforma siempre nueva y esencial de que tenemos necesidad; a partir de ella debemos poner a prueba las instituciones que en la Iglesia nosotros mismo hemos construido. Esto significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe y que ella –especialmente en su vida asociativa intramundana- no puede llegar a ser un fin en sí misma. Está muy difundida hoy día, incluso en ambientes religiosos, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más está comprometida en la actividad eclesial. Se impulsa hacia una especie de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer: se trata de asignar a cada uno un comité, o, por lo menos un compromiso en el interior de la Iglesia. Así se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo; una ventana que en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte lejano se pone como una pantalla entre el observador y el mundo, ha perdido su sentido. Puede suceder que alguien se dedique ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera sea cristiano. Puede suceder que algo viva sólo de la Palabra y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber integrado jamás un comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos y sin haber votado en ellos, y a pesar de todo sea un cristiano auténtico. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces ella será verdaderamente humana. Y por eso todo lo que es hecho por el hombre en el seno de la Iglesia ha de ser reconocido como algo hecho en la única perspectiva del servicio. La libertad, que esperamos con razón de la Iglesia y en la Iglesia, no se realiza por el hecho de que introduzcamos en ella el principio de la mayoría. Ella no depende del hecho de que la mayoría prevalezca sobre la minoría, aunque ésta sea exigua. Depende, por le contrario, del hecho de que ninguno puede imponer su propia voluntad a los otros, aunque todos se reconozcan ligados a la palabra y a la voluntad del Único, que es nuestro Señor y nuestra libertad. En la Iglesia la atmósfera se enardece y se vuelve sofocante si los encargados del ministerio olvidan que el Sacramento no es una repartición de poder, sino la expropiación de mí mismo a favor de El, en cuya persona debo hablar y obrar. Cuando a la mayor responsabilidad corresponde una mayor autoexpropiación, ninguno es esclavo del otro; domina el Señor, y por eso vale el principio de que “el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Co 3, 17).

Cuantos más aparatos construyamos, aunque sean los más modernos, tanto menos espacio hay para el Espíritu, tanto menos espacio hay para el Señor, y tanto menor es la libertad. Pienso que deberíamos comenzar, desde este punto de vista, un examen de conciencia sin reservas en todos los niveles de la Iglesia. En todos los niveles este examen de conciencia debería producir consecuencias muy concretas y traer aparejadas una ablatio que deje transparentar nuevamente el rostro auténtico de la Iglesia. Este podría volver a darnos el sentido de la libertad y del encontrarse en la propia casa de  una manera completamente nueva.

4.                              Moral, perdón y expiación: el centro personal de la reforma

Miremos un momento, antes de proseguir, todo lo que hemos sacado a la luz hasta aquí. Hemos hablado de una doble acción de “quitar”, de un acto de liberación, que es doble: de purificación y de renovación. Antes el discurso había abordado el problema de la fe, que destruye el muro de lo finito y libera la mirada sino también el camino. En efecto, la fe no es sólo reconocer sino también obrar; no sólo una fractura en el muro, sino también una mano que nos salva, que nos saca de la caverna. Hemos llegado a la conclusión de que, en relación con las instituciones, el orden esencial de la Iglesia tiene necesidad de nuevos desarrollos concretos y de configuraciones concretas –de manera que su vida se pueda desarrollar en un tiempo determinado-, pero que estas configuraciones no puedan convertirse en la cosa más importante. La Iglesia no existe para tenernos ocupados como cualquier otro tipo de asociación intramundana y para conservarse con vida ella misma; la Iglesia existe a fin de llegar a ser para todos nosotros la entrada en la vida eterna.

Ahora tenemos que dar otro paso y aplicar todo esto no ya a un nivel genérico y objetivo como hasta aquí, sino al ámbito personal. En la esfera personal también es necesario un “quitar” que nos dé la libertad. En el plano personal no siempre la “forma preciosa”, es decir la imagen de Dios, salta a la vista. La primera cosa que vemos es la imagen de Adán, la imagen del hombre no destruido completamente, pero de todos modos decaído. Vemos el polvo y la suciedad que se han posado sobre la imagen. Todos nosotros necesitamos al verdadero Escultor, que quita lo que empeña la imagen; necesitamos el perdón, que es el núcleo de toda verdadera reforma. No es una casualidad que en las tres etapas decisivas de la formación de la Iglesia que relatan los Evangelios, el perdón de los pecados haya tenido una función de primer orden.

Si leemos con atención el Nuevo Testamento, descubrimos que el perdón no tiene en sí mismo nada de mágico; pero tampoco es un fingir olvidar, no es un “hacer como si no”, sino que es un proceso de cambio completamente real, como el que desarrolla el Escultor. Quitar la culpa significa verdaderamente remover algo. El acontecimiento del perdón se manifiesta en nosotros por medio de la penitencia. En este sentido el perdón es un proceso activo y pasivo: la potente palabra creadora de Dios obra en nosotros el dolor del cambio y llega a ser así un transformarse activo. Perdón y penitencia, gracia y conversión personal no están en contradicción, sino que son dos aspectos del único e idéntico acontecimiento. Esta fusión de actividad y pasividad expresa la forma esencial de la existencia humana. En efecto, nuestro crear empieza con el ser creados, con nuestro participar en la actividad creadora de Dios.

Aquí hemos llegado a un punto verdaderamente central: creo que el núcleo de la crisis espiritual de nuestro tiempo tiene sus raíces en el oscurecerse de la gracia del perdón. Pero notemos antes el aspecto positivo del presente: la dimensión moral comienza nuevamente, poco a poco, a ser tenida en consideración. Se reconoce, es más, ha llegado a ser algo evidente, que todo progreso técnico es discutible y en última instancia destructivo, si no le corresponde un crecimiento moral. Se reconoce que no hay verdadera reforma del hombre y de la humanidad sin una renovación moral. Pero la moralidad se queda finalmente sin energías, pues los parámetros se escoden en una niebla densa de discusiones. El hombre no puede soportar la moral pura y simple, no puede vivir sin ella: ella se convierte para él en una “ley”, que provoca el deseo de contradecirla y genera el pecado. Por eso cuando el perdón, el verdadero perdón pleno de eficacia no es reconocido y no se cree en él, la moral ha de ser marcada de modo tal que las condiciones de pecado para cada hombre no puedan producirse. Genéricamente es posible afirmar que la actual discusión sobre la moral tiende a liberar a los hombres de la culpa, haciendo que no presenten nunca las condiciones de dicha posibilidad. Viene a mi mente la frase mordaz de Blaise Pascal: “Ecce patres, qui tollunt percata mundi!”. Según estos “moralistas”, ya no existe la culpa.

Está claro que esta forma de liberar al hombre de la culpa tiene un costo muy barato. Los hombres liberados del pecado de esta forma saben muy bien dentro de ellos que esto no es verdad, que el pecado existe, que ellos mismos son pecadores y que debe existir un modo efectivo de superar el pecado. Jesús no llama a quienes ya se han liberado del pecado con sus propias fuerzas y que por esta razón consideran que no tienen necesidad de Él, sino que llama a quienes se reconocen pecadores y que por tanto tienen necesidad de Él.

La moral conserva su seriedad sólo si existe el perdón, un perdón real, eficaz; de lo contrario, es sólo una pura potencialidad. Pero el verdadero perdón existe si existe el “precio de la compra”, el “equivalente en el cambio”, si la culpa fue expiada, sí existe la expiación. La circularidad que existe entre “moral-perdón-expiación” no se puede fragmentar: si falta un elemento desaparece el resto. De la existencia indivisible de este círculo depende que haya rendición o no para el hombre. En la Torá, en los cinco libros de Moisés, estos tres elementos están entrelazados indivisiblemente y no es posible separar este centro compacto del canon del Antiguo Testamento, siguiendo un criterio de la Ilustración, del resto de la historia pasada. Esta modalidad moralista de actualización del Antiguo Testamento termina necesariamente fracasando; justamente en este punto radicaba el error de Pelagio, que hoy tiene más seguidores de lo que parece. Jesús, por el contrario, cumplió con la Ley, no sólo con una parte de ella, y de este modo la renovó desde la base. El mismo, que padeció expiando todos los pecados, es expiación y perdón a la vez, y por ende la base única, segura y siempre válida de nuestra moral.

No se puede separar la moral de la cristología, porque no se puede separar de la expiación y del perdón. En Cristo toda la Ley se cumplió; de ahí que la mora se haya convertido en una exigencia verdadera y factible para todos nosotros. A partir del núcleo de la fe se abre así cada vez más la vía de la renovación para cada uno de nosotros, para la Iglesia en su conjunto y para la humanidad.

5.                              El sufrimiento, el martirio y la alegría de la Redención

Habría mucho que decir sobre esto, pero intentaré presentar brevemente y a modo de conclusión, el aspecto que en nuestro contexto me parece más importante. El perdón y su realización en mí, a través del camino de la penitencia y del seguimiento de Cristo, es en primer lugar el centro completamente personal de cualquier tipo de renovación. Pero porque el perdón concierne a la persona en su núcleo más íntimo, es capaz de reunir a cada una de las personas y también es el centro de la renovación de la comunidad. Si. se van de mí el polvo y la suciedad, que impiden reconocer la imagen de Dios, entonces yo llego a ser verdaderamente semejante al otro, que también es imagen de Dios, por encima de todo, llego a ser semejante a Cristo, que es la imagen de Dios sin límites, el modelo según el cual todos nosotros hemos sido creados. Pablo expresa este proceso en términos muy drásticos: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20). Se trata de un proceso de muerte y de nacimiento. Yo soy quitado de mi aislamiento y soy recibido en una nueva comunidad-sujeto; mi "yo" se ha injertado en el "yo" de Cristo, y de este modo se ha unido al de todos mis hermanos. Sólo a partir de esta profundidad de renovación de cada uno nace la Iglesia, nace la comunidad que une y sostiene en la vida y en la muerte. Sólo cuando tomamos en consideración todo esto, vemos la Iglesia en su justo orden de grandeza.

La Iglesia no es sólo el pequeño grupo de los activistas que se encuentran juntos en un cierto lugar para comenzar una vida comunitaria. La Iglesia no es ni siquiera la multitud que los domingos se reúne para celebrar la Eucaristía. Por último, la Iglesia es más que el Papa, los obispos y los sacerdotes, que todos aquellos que están investidos del ministerio sacramental. Todos estos que hemos nombrado forman parte de la Iglesia, pero el radio de la "compañía", en la que entramos mediante la fe, va más allá, va incluso más allá de la muerte. De ella forman parte todos los santos, desde Abel y Abrahán y todos los testigos de la esperanza de que habla el Antiguo Testamento, pasando por María, la Madre del Señor, y sus apóstoles, por Thomas Becket y Tomás Moro, hasta Maximiliano Kolbe, Edith Stein y Piergiorgio Frassati. De ella forman parte todos los desconocidos y los no nombrados, cuya fe nadie conoció, salvo Dios; de ella forman parte los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, cuyo corazón, esperando y amando, tiende hacia Cristo, "el que inicia y consuma la fe", como le llama la Carta a los Hebreos (12, 2). No son las mayorías ocasionales que se forman aquí o allá en el seno de la Iglesia las que deciden su camino o el nuestro. Los santos son la mayoría verdadera y determinante según la cual nos orientamos. ¡Nos atenemos a ella! Ellos traducen lo divino en lo humano, lo eterno en el tiempo. Ellos son nuestros maestros de humanidad, que no nos abandonan ni siquiera en el dolor y en la soledad, es más, en la hora de nuestra muerte caminan junto a nosotros.

Aquí tocamos un aspecto sumamente importante. Una visión del mundo que no pueda dar un sentido al dolor, y hacerlo precioso, no sirve en absoluto. Ella fracasa precisamente allí donde aparece la cuestión decisiva de la existencia. Quienes acerca del dolor sólo saben decir que hay que combatirlo, nos engañan. Ciertamente es necesario hacer lo posible para aliviar el dolor de tantos inocentes y para limitar el sufrimiento. Pero una vida humana sin dolor no existe, y quien no es capaz de aceptar el dolor rechaza la única purificación que nos convierte en adultos.

En la comunión con Cristo el dolor llega a adquirir su significado pleno, no sólo para mí mismo, como proceso de la ablatio en el que Dios retira de mí las escorias que oscurecen su imagen, sino también más allá de mí mismo: él es útil para todo, de manera que todos podamos decir con San Pablo "ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Thomas Becket que junto con el Admirador y Einstein (alusión al título del Mitin para la Amistad entre los Pueblos celebrado el pasado mes de septiembre) nos ha guiado en la reflexión de estos días, nos alienta ahora a dar un último paso. La vida más allá de nuestra existencia biológica. Donde ya no hay motivo por el que valga la pena morir, tampoco la vida vale la pena. Donde la fe nos ha abierto la mirada y nos ha hecho el corazón más grande, he aquí que adquiere toda su fuerza de iluminación otra frase de San Pablo: "Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos" (Rm 14, 7-8). Cuanto más estemos radicados en la "compañía" con Jesucristo y con todos aquellos que pertenecen a Él, tanto más nuestra vida será sostenida por la confianza irradiante, a la que una vez más alude San Pablo: "Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro" (Ro 8, 38-39).

Queridos amigos: ¡Hemos de dejarnos llenar por esta fe! Pues la Iglesia crecerá como comunión en el camino hacia y dentro de la vida verdadera y se renovará día tras día. Se transformará en una casa más grande, con muchísimos aposentos: y la multiplicidad de los dones del Espíritu podrá obra en ella. Entonces veremos " ¡qué bueno, qué dulce (es) habitar los hermanos todos juntos!... Como el rocío del Hermón que baja por las alturas de Sión: allí Yahveh la bendición dispensa, la vida para siempre" (Sal 133, 1.3).
Fuente: Joseph Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana, Ediciones Encuentro, Madrid.


* Nació en Marktl am Inn (Baviera, Alemania) en 1927. Estudió en Freising y en la Universidad de Munich. Sacerdote en 1951. Profesor de teología fundamental en la Universidad de Bonn y de dogma e historia de los dogmas en la Universidad de Münster y posteriormente en la Facultad de teología de la Universidad de Ratisbona. Nombrado arzobispo de Munich y Freising en 1977 y creado cardenal ese mismo año. Actualmente es prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidente de la Pontificia Comisión Bíblica y de la Comisión Teológica Internacional.

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LA COMUNIDAD HUMANA

Propósito del Concilio
23. Entre los principales aspectos del mundo actual hay que señalar la multiplicación de las relaciones mutuas entre los hombres. Contribuye sobremanera a este desarrollo el moderno progreso técnico. Sin embargo, la perfección del coloquio fraterno no está en ese progreso, sino más hondamente en la comunidad que entre las personas se establece, la cual exige el mutuo respeto de su plena dignidad espiritual. La Revelación cristiana presta gran ayuda para fomentar esta comunión interpersonal y al mismo tiempo nos lleva a una más profunda comprensión de las leyes que regulan la vida social, y que el Creador grabó en la naturaleza espiritual y moral del hombre.
Como el Magisterio de la Iglesia en recientes documentos ha expuesto ampliamente la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el Concilio se limita a recordar tan sólo algunas verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación. A continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen extraordinaria importancia en nuestros días.
Índole comunitaria de la vocación humana según el plan de Dios
24. Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano y para poblar toda la haz de la tierra (Act 17,26), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo.
Por lo cual, el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: ... cualquier otro precepto en esta sentencia se resume : Amarás al prójimo como a ti mismo ... El amor es el cumplimiento de la ley (Rom 13,9-10; cf. 1 Io 4,20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo.
Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Io 17,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás.
Interdependencia entre la persona humana y la sociedad
25. La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados. porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social no es, pues, para el hombre sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás, de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación.
De los vínculos sociales que son necesarios para el cultivo del hombre, unos, como la familia y la comunidad política, responden más inmediatamente a su naturaleza profunda; otros, proceden más bien de su libre voluntad. En nuestra época, por varias causas, se multiplican sin cesar las conexiones mutuas y las interdependencias; de aquí nacen diversas asociaciones e instituciones tanto de derecho público como de derecho privado. Este fenómeno, que recibe el nombre de socialización, aunque encierra algunos peligros, ofrece, sin embargo, muchas ventajas para consolidar y desarrollar las cualidades de la persona humana y para garantizar sus derechos.
Mas si la persona humana, en lo tocante al cumplimiento de su vocación, incluida la religiosa, recibe mucho de esta vida en sociedad, no se puede, sin embargo, negar que las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia.
La promoción del bien común
26. La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común -esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección- se universalice cada vez más, e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano. Todo grupo social debe tener en cuanta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuanta el bien común de toda la familia humana.
Crece al mismo tiempo la conciencia de la excelsa dignidad de la persona humana, de su superioridad sobre las cosas y de sus derechos y deberes universales e inviolables. Es, pues, necesario que se facilite al hombre todo lo que éste necesita para vivir una vida verdaderamente humana, como son el alimento, el vestido, la vivienda, el derecho a la libre elección de estado ya fundar una familia, a la educación, al trabajo, a la buena fama, al respeto, a una adecuada información, a obrar de acuerdo con la norma recta de su conciencia, a la protección de la vida privada y a la justa libertad también en materia religiosa.
El orden social, pues, y su progresivo desarrollo deben en todo momento subordinarse al bien de la persona, ya que el orden real debe someterse al orden personal, y no al contrario. El propio Señor lo advirtió cuando dijo que el sábado había sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. El orden social hay que desarrollarlo a diario, fundarlo en la verdad, edificarlo sobre la justicia, vivificarlo por el amor. Pero debe encontrar en la libertad un equilibrio cada día más humano. Para cumplir todos estos objetivos hay que proceder a una renovación de los espíritus y a profundas reformas de la sociedad.
El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución. Y, por su parte, el fermento evangélico ha despertado y despierta en el corazón del hombre esta irrefrenable exigencia de la dignidad.
El respeto a la persona humana
27. Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma de cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro.
En nuestra época principalmente urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador extranjero despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese hambriento que recrimina nuestra conciencia recordando la palabra del Señor: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi me lo hicisteis. (Mt 25,40).
No sólo esto. Cuanto atenta contra la vida -homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador.
Respeto y amor a los adversarios
28. Quienes sienten u obran de modo distinto al nuestro en materia social, política e incluso religiosa, deben ser también objeto de nuestro respeto y amor. Cuanto más humana y caritativa sea nuestra comprensión íntima de su manera de sentir, mayor será la facilidad para establecer con ellos el diálogo.
Esta caridad y esta benignidad en modo alguno deben convertirse en indiferencia ante la verdad y el bien. Más aún, la propia caridad exige el anuncio a todos los hombres de la verdad saludable. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, el cual conserva la dignidad de la persona incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador del corazón humano. Por ello, nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás.
La doctrina de Cristo pide también que perdonemos las injurias. El precepto del amor se extiende a todos los enemigos. Es el mandamiento de la Nueva Ley: «Habéis oído que se dijo: "Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo". Pero yo os digo : "Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian y orad por lo que os persiguen y calumnian"» (Mt 5,43-44).
La igualdad esencial entre los hombres y la justicia social
29. La igualdad fundamental entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y de idéntico destino.
Es evidente que no todos los hombres son iguales en lo que toca a la capacidad física y a las cualidades intelectuales y morales. Sin embargo, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. En verdad, es lamentable que los derechos fundamentales de la persona no estén todavía protegidos en la forma debida por todas partes. Es lo que sucede cuando se niega a la mujer el derecho de escoger libremente esposo y de abrazar el estado de vida que prefiera o se le impide tener acceso a una educación y a una cultura iguales a las que se conceden al hombre.
Más aún, aunque existen desigualdades justas entre los hombres, sin embargo, la igual dignidad de la persona exige que se llegue a una situación social más humana y más justa. Resulta escandaloso el hecho de las excesivas desigualdades económicas y sociales que se dan entre los miembros y los pueblos de una misma familia humana. Son contrarias a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y a la paz social e internacional.
Las instituciones humanas, privadas o públicas, esfuércense por ponerse al servicio de la dignidad y del fin del hombre. Luchen con energía contra cualquier esclavitud social o política y respeten, bajo cualquier régimen político, los derechos fundamentales del hombre. Más aún, estas instituciones deben ir respondiendo cada vez más a las realidades espirituales, que son las más profundas de todas, aunque es necesario todavía largo plazo de tiempo para llegar al final deseado.
Hay que superar la ética individualista
30. La profunda y rápida transformación de la vida exige con suma urgencia que no haya nadie que, por despreocupación frente a la realidad o por pura inercia, se conforme con una ética meramente individualista. El deber de justicia y caridad se cumple cada vez más contribuyendo cada uno al bien común según la propia capacidad y la necesidad ajena, promoviendo y ayudando a las instituciones, así públicas como privadas, que sirven para mejorar las condiciones de vida del hombre. Hay quienes profesan amplias y generosas opiniones, pero en realidad viven siempre como si nunca tuvieran cuidado alguno de las necesidades sociales. No sólo esto; en varios países son muchos los que menosprecian las leyes y las normas sociales. No pocos, con diversos subterfugios y fraudes, no tienen reparo en soslayar los impuestos justos u otros deberes para con la sociedad. Algunos subestiman ciertas normas de la vida social; por ejemplo, las referentes a la higiene o las normas de la circulación, sin preocuparse de que su descuido pone en peligro la vida propia y la vida del prójimo.
La aceptación de las relaciones sociales y su observancia deben ser consideradas por todos como uno de los principales deberes del hombre contemporáneo. Porque cuanto más se unifica el mundo, tanto más los deberes del hombre rebasan los límites de los grupos particulares y se extiende poco a poco al universo entero. Ello es imposible si los individuos y los grupos sociales no cultivan en sí mismo y difunden en la sociedad las virtudes morales y sociales, de forma que se conviertan verdaderamente en hombres nuevos y en creadores de una nueva humanidad con el auxilio necesario de la divina gracia.
Responsabilidad y participación
31. Para que cada uno pueda cultivar con mayor cuidado el sentido de su responsabilidad tanto respecto a sí mismo como de los varios grupos sociales de los que es miembro, hay que procurar con suma diligencia una más amplia cultura espiritual, valiéndose para ello de los extraordinarios medios de que el género humano dispone hoy día. Particularmente la educación de los jóvenes, sea el que sea el origen social de éstos, debe orientarse de tal modo, que forme hombres y mujeres que no sólo sean personas cultas, sino también de generoso corazón, de acuerdo con las exigencias perentorias de nuestra época.
Pero no puede llegarse a este sentido de la responsabilidad si no se facilitan al hombre condiciones de vida que le permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios ya los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad. Por el contrario, la libertad se vigoriza cuando el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en que vive.
Es necesario por ello estimular en todos la voluntad de participar en los esfuerzos comunes. Merece alabanza la conducta de aquellas naciones en las que la mayor parte de los ciudadanos participa con verdadera libertad en la vida pública. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, la situación real de cada país y el necesario vigor de la autoridad pública. Para que todos los ciudadanos se sientan impulsados a participar en la vida de los diferentes grupos de integran el cuerpo social, es necesario que encuentren en dichos grupos valores que los atraigan y los dispongan a ponerse al servicio de los demás. Se puede pensar con toda razón que el porvenir de la humanidad está en manos de quienes sepan dar a las generaciones venideras razones para vivir y razones para esperar.
El Verbo encarnado y la solidaridad humana
32. Dios creó al hombre no para vivir aisladamente, sino para formar sociedad. De la misma manera, Dios "ha querido santificar y salvar a los hombres no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente". Desde el comienzo de la historia de la salvación, Dios ha elegido a los hombres no solamente en cuanto individuos, sino también a cuanto miembros de una determinada comunidad. A los que eligió Dios manifestando su propósito, denominó pueblo suyo (Ex 3,7-12), con el que además estableció un pacto en el monte Sinaí.
Esta índole comunitaria se perfecciona y se consuma en la obra de Jesucristo. El propio Verbo encarnado quiso participar de la vida social humana. Asistió a las bodas de Caná, bajó a la casa de Zaqueo, comió con publicanos y pecadores. Reveló el amor del Padre y la excelsa vocación del hombre evocando las relaciones más comunes de la vida social y sirviéndose del lenguaje y de las imágenes de la vida diaria corriente. Sometiéndose voluntariamente a las leyes de su patria, santificó los vínculos humanos, sobre todo los de la familia, fuente de la vida social. Eligió la vida propia de un trabajador de su tiempo y de su tierra.
En su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Io 15,13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor.
Primogénito entre muchos hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los que con fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la variedad de dones que se les hayan conferido.
Esta solidaridad debe aumentarse siempre hasta aquel día en que llegue su consumación y en que los hombres, salvador por la gracia, como familia amada de Dios y de Cristo hermano, darán a Dios gloria perfecta.

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La vida de todo hombre precisa de un norte, de un itinerario, de un argumento. No puede ser una simple sucesión fragmentaria de días sin dirección y sin sentido.
"...Para que no seamos ya niños que fluctúan y se dejan llevar de todo viento de doctrina por el engaño de los hombres, que emplean astutamente los artificios del error para engañar" (Ef 4, 14). Desde Lutero, nacieron más 30.000 denominaciones protestantes y/o sectas que se auto-declaran la ‘verdadera iglesia de Cristo basada en la Biblia’. Sectas que dejan espacio a visionarios, maníacos, místicos, sospechosos, oscuros y dudosos charlatanes como ambiguos sectarios.
¿Se puede confiar en quien que ha mentido en algo tan fundamental? No! Las sectas con sus predicadores bíblicos, interpretando según sus conveniencias, mienten y no merecen nuestra confianza. Y así se cumple el dicho evangélico de: "Por sus frutos los conoceréis". ‘Cuando se encasquilla la razón se disparan las sectas’.

LA ACTIVIDAD HUMANA EN EL MUNDO
Planteamiento del problema

33. Siempre se ha esforzado el hombre con su trabajo y con su ingenio en perfeccionar su vida; pero en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza, y, con ayuda sobre todo el aumento experimentado por los diversos medios de intercambio entre las naciones, la familia humana se va sintiendo y haciendo una única comunidad en el mundo. De lo que resulta que gran número de bienes que antes el hombre esperaba alcanzar sobre todo de las fuerzas superiores, hoy los obtiene por sí mismo.
Ante este gigantesco esfuerzo que afecta ya a todo el género humano, surgen entre los hombres muchas preguntas. ¿Qué sentido y valor tiene esa actividad? ¿Cuál es el uso que hay que hacer de todas estas cosas? ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades? La Iglesia, custodio del depósito de la palabra de Dios, del que manan los principios en el orden religioso y moral, sin que siempre tenga a manos respuesta adecuada a cada cuestión, desea unir la luz de la Revelación al saber humano para iluminar el camino recientemente emprendido por la humanidad.
Valor de la actividad humana
34. Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo.
Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia.
Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo si los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo.
Ordenación de la actividad humana
35. La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste con su acción no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo.
Por tanto, está es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación.
La justa autonomía de la realidad terrena
36. Muchos de nuestros contemporáneos parecen temer que, por una excesivamente estrecha vinculación entre la actividad humana y la religión, sufra trabas la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia.
Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.
Deformación de la actividad humana por el pecado
37. La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.
A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.
Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: No queráis vivir conforme a este mundo (Rom 12,2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y de malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres.
A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe y las mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo: Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23).
Perfección de la actividad humana en el misterio pascual
38. El Verbo de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, hecho El mismo carne y habitando en la tierra, entró como hombre perfecto en la historia del mundo, asumiéndola y recapitulándola en sí mismo. El es quien nos revela que Dios es amor (1 Io 4,8), a la vez que nos enseña que la ley fundamental de la perfección humana, es el mandamiento nuevo del amor. Así, pues, a los que creen en la caridad divina les da la certeza de que abrir a todos los hombres los caminos del amor y esforzarse por instaurar la fraternidad universal no son cosas inútiles. Al mismo tiempo advierte que esta caridad no hay que buscarla únicamente en los acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria. El, sufriendo la muerte por todos nosotros, pecadores, nos enseña con su ejemplo a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia. Constituido Señor por su resurrección, Cristo, al que le ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra, obra ya por la virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin. Mas los dones del Espíritu Santo son diversos: si a unos llama a dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana, a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres, y así preparen la materia del reino de los cielos. Pero a todos les libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energías terrenas en pro de la vida, se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirán en oblación acepta a Dios.
El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial.
Tierra nueva y cielo nuevo
39. Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad. Tampoco conocemos de qué manera se transformará el universo. La figura de este mundo, afeada por el pecado, pasa, pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia, y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano. Entonces, vencida la muerte, los hijos de Dios resucitarán en Cristo, y lo que fue sembrado bajo el signo de la debilidad y de la corrupción, se revestirá de incorruptibilidad, y, permaneciendo la caridad y sus obras, se verán libres de la servidumbre de la vanidad todas las criaturas, que Dios creó pensando en el hombre.
Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien aliviar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios.
Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y trasfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: "reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz". El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección.

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Vosotros sois la luz del mundo 
“Vosotros sois la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto del monte; ni se enciende una lámpara para meterla bajo el celemín, sino para ponerla sobre el candelero, así alumbra a todos los que están en la casa. El Señor dijo a sus discípulos que eran la sal de la tierra, porque ellos, por medio de la sabiduría celestial, condimentaron los corazones de los hombres que, por obra del demonio, habían perdido su sabor. Ahora añade también que son la luz del mundo, ya que, iluminados por Él mismo, que es la luz verdadera y eterna, se convirtieron ellos también en luz que disipó las tinieblas. 
Puesto que Él era el sol de justicia, con razón llama a sus discípulos luz del mundo, ya que ellos fueron como los rayos a través de los cuales derramó sobre el mundo la luz de su conocimiento; ellos, en efecto, ahuyentaron del corazón de los hombres las tinieblas del error, dándoles a conocer la luz de la verdad. 
También nosotros, iluminados por ellos, nos hemos convertido de tinieblas en luz, tal como dice el Apóstol: Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Caminad como hijos de la luz. Y también: Todos sois hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas. En este mismo sentido habla San Juan en su carta, cuando dice: Dios es luz, y el que permanece en Dios está en la luz, como Él también está en la luz. Por lo tanto, ya que tenemos la dicha de haber sido liberados de las tinieblas del error, debemos caminar siempre en la luz, como hijos que somos de la luz. Por esto dice el Apóstol: Aparecéís como antorchas en el mundo, presentándole la palabra de vida. 
Si así no lo hacemos, es como si, con nuestra infidelidad, pusiéramos un velo que tapa y oscurece esta luz tan útil y necesaria, en perjuicio nuestro y de los demás. Por esto también incurrió en castigo aquel siervo que prefirió esconder el talento, que había recibido para negociar un lucro celestial, antes que ponerlo en el banco, como sabemos por el Evangelio. Así, pues, aquella lámpara resplandeciente, encendida para nuestra salvación, debe brillar siempre en nosotros. Poseemos, en efecto, la lámpara de los mandatos celestiales y de la gracia espiritual, acerca de la cual afirma el salmista: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. De ella dice también Salomón: El consejo de la ley es lámpara. 
Por consiguiente, nuestro deber es no ocultar esta lámpara. de la ley y de la fe, sino ponerla siempre en alto en la Iglesia, como en un candelero, para la salvación de todos, para que así nos beneficiemos nosotros de la luz de su verdad y para que ilumine a todos los creyentes.” 
De los Tratados de San Cromacio, obispo, sobre el evangelio de San Mateo (Tratado 5, 1.3-4; CCL 9, 405-407)  
Oración - Dios todopoderoso y eterno, concédenos vivir siempre en plenitud el misterio pascual, para que, renacidos en el bautismo, demos fruto abundante de vida cristiana y alcancemos, finalmente, las alegrías eternas. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

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"Obras todas del Señor, bendecid al Señor".-
Las maravillas de la creación



“De la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor”. S. S. Benedicto XVI. P.M. – MMV.XI.X.

“Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni es un ser oscuro e indescifrable, como el hado, con cuya fuerza misteriosa es inútil luchar”.

Dios se manifiesta «como una persona que ama a sus criaturas, que vela por ellas, les acompaña en el camino de la historia y sufre por la infidelidad de su pueblo «a su amor misericordioso y paterno».


«El primer signo visible de esta caridad divina hay que buscarlo en la creación»: «los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas».

«Incluso antes de descubrir a Dios que se revela en la historia de un pueblo, se da una revelación cósmica, abierta a todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador»

«Existe, por tanto, un mensaje divino, grabado secretamente en la creación», signo de «la fidelidad amorosa de Dios que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y la comida, la luz y el tiempo».

«De las obras creadas se llega a la grandeza de Dios, a su amorosa misericordia».

El Papa acabó su discurso, dejando a un lado sus papeles, comentó un pensamiento de san Basilio Magno, doctor de la Iglesia, obispo de Cesárea de Capadocia, quien constataba que algunos, «engañados por el ateísmo que llevaban dentro de sí, imaginaron el universo sin un guía ni orden, a la merced de la casualidad».

«Creo que las palabras de este padre del siglo IV son de una actualidad sorprendente», reconoció S. S. Benedicto XVI preguntándose: «¿Cuántos son estos "algunos" hoy?».

«Engañados por el ateísmo, consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de un guía y de orden».

«El Señor, con la sagrada Escritura, despierta la razón adormecida y nos dice: al inicio está la Palabra creadora. Al inicio la Palabra creadora --esta Palabra que ha creado todo, que ha creado este proyecto inteligente, el cosmos-- es también Amor».

El Papa concluyó exhortando a dejarse «despertar por esta Palabra de Dios» e invitando a pedirle que «despeje nuestra mente para que podamos percibir el mensaje de la creación, inscrito también en nuestro corazón: el principio de todo es la Sabiduría creadora y esta Sabiduría es amor y bondad».
S. S. Benedicto XVI. P.M. MMV.XI.X.

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Alabemos con las poéticas palabras del teólogo san Gregorio Nacianceno, doctor de la Iglesia Católica, año 330+390:

« Gloria a Dios Padre y al Hijo,
Rey del universo.
Gloria al Espíritu,
digno de alabanza y santísimo.
La Trinidad es un solo Dios
que creó y llenó cada cosa:
el cielo de seres celestes
y la tierra de seres terrestres.
Llenó el mar, los ríos y las fuentes
de seres acuáticos,
vivificando cada cosa con su Espíritu,
para que cada criatura honre
a su sabio Creador,
causa única del vivir y del permanecer.
Que lo celebre siempre más que cualquier otra
la criatura racional
como gran Rey y Padre bueno ».
(9) Poemas dogmáticos, XXXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511

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¡Gloria al Jesucristo, base y fundamento de su Iglesia!
¡Buenaventura eres Tú, Oh María, Madre de mi Maestro!

“Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones” Biblia. Evangelio según San Lucas Cap.1º vs. 48. La Iglesia, hace XXI siglos fundada por Tu Hijo, te alaba, ¡Oh Madre plena de dicha y felicidad!




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